miércoles, 30 de mayo de 2018

UNA HIPÓTESIS SOBRE LA INVENCIÓN DEL PAISAJE DEL VALLE CENTRAL.



 El lunes 28 de mayo comencé la serie de clases sobre historia del arte para primer año de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Talca. Lo que hice fue abordar cuestiones de reproducción de la imagen, ligadas al conocimiento que podemos tener del territorio, desde las primeras xilografías de Alonso de Ovalle hasta las pinturas de Rugendas, pasando por el Atlas de Claudio Gay. Era importante señalar que el conocimiento que tenemos del territorio está definido por las formas de la reproducción mecánica de la imagen. Salvo en el caso de la pintura, que por lo demás, no fue decisiva para la configuración de un imaginario propio del valle central. A menos, puedo sostener, en la idea que del territorio se podía hacer la oligarquía chilena de todos los tiempos. En el entendido que, como lo he sostenido en otro lugar, la sola existencia de una escuela de arquitectura en Talca, bajo dominio plebleyo, marca una distinción simbólica cuya evidencia determina a su vez un efecto de conocimiento consistente.

La consistencia de dicho conocimiento fue verificada por la presencia de Talca en la penúltima Bienal de Arquitectura de Venecia.  En el intermedio de la clase pude entrevistar al decano Juan Román, sobre la evaluación que hacía de la curatoría. En verdad, de ese tema ya había conversado con el encargado del área de arquitectura del Ministerio de las Culturas, de las Artes y del Patrimonio, Cristóbal Molina (ver en www.ceda.cl).  Juan Román planteó la preocupación de continuar haciendo lo que hay que hacer, como una exigencia ética y académica.  Ya editaremos esta entrevista y ésta será publicada en la web ya mencionada.  Gran parte de esta entrevista está destinada a la permanencia del concepto de Ciudad-Valle-Central, que ha sido, a mi juicio, una de las grandes invenciones referenciales de la escuela. En tal sentido, enfoqué el curso hacia la rentabilidad nocional que podía tener una estrategia de aproximación a  la invención del paisaje del valle central.  Lo que hago, a estas alturas, no es más que reproducir el interés ya estructurado como política de escritura para sostener las invenciones del paisaje en determinadas escenas locales.

Frente a las imágenes proyectadas de  pinturas como “El huaso y la lavandera” y “El malón”  de Rugendas  puedo sostener una hipótesis acerca de cuáles son los  indicios suficientes que permitan distinguir la dupla operativa de Civilización y Barbarie para definir un modelo de poblamiento.  Por otra parte, el arribo de los colonos alemanes  al sur de Chile en 1850 está planteado en esa  perspectiva. Y en general, la Pacificación de la Araucanía. Aunque de todo eso, curiosamente, no hay pintura.

Ciertamente, la pintura se remite a reproducir algunas escenas costumbristas del valle central; pero no en grado suficiente.  Rugendas, Smith,  algunas láminas en el Atlas de Gay acuden en mi auxilio para acomodar una hipótesis que no se revela como decisiva, sino a partir de la presión  crítica de una cierta literatura.  La hipótesis del trabajo en que me he empeñado consiste en señalar la preeminencia de la literatura, que en condición de “sociología menor” termina por perseguir a la propia historia. Para ello me he referido a la obra de Eduardo Barrios, “Gran señor y rajadiablos”, publicada en 1948, y que “resume” una ficción de asentamiento que tiene lugar en la segunda mitad del siglo XIX, y cuyo escenario geográfico se extiende entre Chillán y Melipilla. El caso es que a propósito de esta novela es posible sostener una hipótesis subordinada acerca del rol de las remontas en la configuración de un poder militar que se verifica en la guerra del Pacífico, puesto que los regimientos de caballería son formados probablemente a partir del traslado de un patrón de hacienda que se va a la guerra con toda su peonada.  Conducir a unos “hombres de a caballo” que se transfieren de las tareas de arreo a las de un regimiento en operaciones remite a la reproducción en campaña de las relaciones sociales que producen la existencia del propio valle central.  Con el atributo orgánico de que el personaje de la novela llega a ocuparse de las remontas del ejército chileno durante la ocupación de Lima. Para lo que hay que tener en cuenta que la guerra hace funcionar la economía del valle, en relación al trigo y al carneo de animales que son salados y conducidos al frente, para alimentar al ejército en campaña. Pero en la novela, el patrón dirige también la represión del bandolerismo que asola la comarca y arruina la economía local.

Para colaborar con esta hipótesis de invención del paisaje del valle central, recurrí a la novela de José Donoso, “El lugar sin límites”, que forcé para convertirla en la continuación de la primera que he mencionado, dado que en ésta última existe una trama de decepción compartida en cuanto a que los patrones de hacienda demuestran carecer del poder político que los pondría en situación de conducir lo que podríamos denominar “desarrollo regional” anticipado. El patrón de hacienda de Donoso carece de poder en la élite santiaguina y no logra conseguir que el tren pase por su fundo, que lo condena a quedar “fuera de la historia” (de poder); es decir, fuera de la modernidad eléctrica.

En cuanto a las representaciones del gran norte y del sur y el sur austral, allí no hay pintura, sino fotografía. La idea es que en el gran norte coinciden dos tecnologías de la extracción: por un lado, la industria de extracción del salitre como primera modificación monumental del paisaje, y en segundo lugar, la fotografía, como máquina de captura de un paisaje sometido a la medida de las instalaciones industriales, respecto de las cuáles la figura humana (obrera) pasa a ser una ilustración del poderío del maquinismo extractivo, en desmedro de las condiciones de existencia social.  De todo eso, no hay pintura. Solo fotografía.

Finalmente, en el sur de la colonización alemana ocurre un fenómeno extraordinario. Las dos tecnologías sucesivas de ocupación del territorio son la cocina de hierro y la fotografía. La cocina es el centro de la casa como fábrica de socialidad mínima. La cocina se convierte en una unidad productiva gracias a la cocina de hierro. Y cuando las condiciones de sobrevivencia son aseguradas y los colonos pueden exhibir sus éxitos sociales, aparece la fotografía para documentar la adquisición de su consciencia inscriptiva, mediante el registro del paisaje y de las poses familiares.  En la medida que se puede disponer del poder de manejo del ocio y es posible  exhibir los blasones de la nueva posición adquirida.

Es por eso que adquieren valor los álbumes de familia; porque son la base  para  una crónica de la colonización “blanda”.  Así lo pude confirmar cuando trabajamos con Samuel Salgado en el estudio de algunos álbumes de colonos que pertenecen a la colección de CENFOTO. Mientras que  en el gran sur, la fotografía supone el registro de la pérdida; es decir, solo son retratados aquellos que están a punto de desaparecer, a manos de quienes introducen la tecnología del mismo registro; curiosamente, dos curas; Agostini y Gusinde.  Cuando no, son los retratos de los “cazadores de indios”, que completan la “obra civilizatoria”.


lunes, 21 de mayo de 2018

GUAYAQUIL, VEINTE AÑOS.


En el 2001 vine a Guayaquil invitado por Lupe Álvarez, para participar en un encuentro en el que expuse la ponencia “El curador como productor de infraestructura”, que señaló el sentido estratégico de mi trabajo durante estas dos últimas décadas. De este modo, pude formular en el 2008 los dos ejes en torno a los cuáles se armó la Trienal de Chile: fortalecimiento de escenas locales y producción de archivo. Luego, estos mismos ejes fueron desarrollados y elaborados para el montaje de apertura del Parque Cultural de Valparaíso. Sin embargo, el énfasis estuvo puesto en el primer eje, de manera que el segundo quedó relativamente en segundo plano. Sin embargo, en la actualidad, es el segundo eje el que pasó a ocupar la conducción del trabajo general, desde la posición que ocupo en la dirección del Centro de Estudios de Arte (CedA).

El CedA es una fundación privada formada por coleccionistas que han resuelto poner en valor algunas obras significativas de sus colecciones; obras que han dibujado las coordenadas de la escena plástica chilena. Poner en valor es “hacer hablar” de las obras y reconstruir sus condiciones de producción, en un contexto polémico y formal determinado.

Hace veinte años, Lupe Álvarez, proveniente de Cuba, se instaló en Guayaquil y puso en pie un trabajo de enseñanza y de escritura que transformó radicalmente las condiciones de existencia de la escena local. Al cabo de casi veinte años, resulta “perturbador” constatar que las orientaciones generales de nuestros trabajos permanecen, tomando a cargo los énfasis según las necesidades de las fases de un proceso que muchas veces tomó la forma de una sobre-vivencia consistente.

Al revisar el contexto de producción de la hipótesis planteada en el 2001, debo mencionar que {esta fue formulada luego de la realización de la curatoría del 2000 en el MNBA, bajo el título “Historias de transferencia y densidad”. La importancia de esta residió en primer lugar, en que puso en duda la existencia de una vanguardia moderna y que habilitó la existencia de dos momentos de transferencia fuerte, que aceleran una contemporaneidad anómala, que está garantizada por el aparato universitario (Balmes, 1965), y luego, reforzada por la iniciativa editorial de un diagrama de obra específico (Dittborn, 1980).

En segundo lugar, la densidad fue la hipótesis que G. Díaz, A. Valdés, y hasta E. Dittborn en un comienzo, recusaron en virtud de una ideología historicista conservadora destinada a privilegiar el criterio de una exposición panorámica en la que éstos artistas irían a ocupar la posición que jerarquizaba una historia de obras producidas en coyunturas disímiles y diferenciadas. Sin embargo, no estuvieron dispuestos a sostener un debate en este sentido.

Hoy día, la escena historiográfica no es la misma; sin embargo eso no es sinónimo de aumento de calidad formal de las escrituras. En verdad, se escribe para reforzar los viejos mitos, sin acceder a las fuentes, o cuando se accede, nadie se preguntan por la validez de los supuestos metodológicos que subordinan las investigaciones a un relato sin conflictos problematizadores y a “tomas de partido” que autorizan la ficción de una “historia de rupturas e insubordinaciones” ya forzadas por hacer calzar los resultados con los prejuicios que las sostienen.

De ahí que haya inflacionado la cantidad de ensayos, no significando un aporte mayor, ya que gran parte de ellos se somete a la repetición ritual de los “temas habilitadores”: migraciones, género, diferencia sexual. Son pocos los jóvenes escritores que han realizado un “trabajo de historia”, recurriendo a las fuentes y pon9iendo en contexto la producción textual, que es lo mínimo, para detener la corriente torrentosa de la hiper-metaforización delegada y expandida, que olvida y reniega hasta de su propio origen.

Contrariamente a lo anterior, el trabajo consecuente de historia de las obras remite a la reconstrucción formal de sus filiaciones, en la discontinua continuidad de los debates y polémicas que las hicieron posibles.

A (casi) veinte años de mi primera intervención en Guayaquil, regreso para hablar de un tipo de reconstrucción formal específica; a saber, que a partir del título del congreso (Imagen anhelada) al que he sido invitado por Hernán Pacurucu, expongo la historia de formación del diagrama específico de la obra de Eugenio Dittborn, formulado en la crucial coyuntura de 1981.

domingo, 6 de mayo de 2018

LA IMAGEN ANHELADA (4)


En la columna anterior avancé para proporcionar las pruebas gráficas que sostienen la hipótesis  de la “imagen anhelada”. No me referí al estatuto propio del trabajo de Dittborn. Debo declarar que la formulación de la hipótesis tiene que ver con una traducción un poco forzada de la palabra anhelo, al francés: ardeur

Por esa vía  me fue  sencillo recordar la propia hipótesis de Didi-Huberman acerca de la imagen ardiente.  ¿A qué tipo de conocimiento puede dar lugar la imagen? ¿Qué tipo de contribución al conocimiento histórico es capaz de aportar este “conocimiento por la imagen”? (en “Las imágenes tocan lo real”).  De todos modos, debo advertir que las asociaciones siempre experimentan una merma de traslado. Pero este no es el lugar para reforzar la teoría mencionada, sino de poner a prueba  lo que sostengo a propósito de Dittborn,  a propósito de esta obra en particular,  para fijar en este congreso una posición que cumpla con dos  objetivos.

Primero, cumplir con la solicitud de la invitación;  y segundo, exponer una obra desconocida de Dittborn frente a un público que no conoce su obra de conjunto.  Con la dificultad de que el material que exhibiré, ni siquiera es conocido en la propia escena chilena. De modo que, en cierto sentido, esto es una primicia. 

En términos estrictos, me he venido ocupando de  esta pieza desde  que realicé la exposición de la Colección Pedro Montes en el Museo de Artes Visuales (MAVI) a comienzos del 2015.  Esa fue la ocasión en que  me referí a la existencia de esta obra,  pero luego desarrollé el tema de manera específica en las charlas que hice en octubre del 2017 en Casa Mario de Montevideo[1], como ya lo señalé con anterioridad.

De partida, debo rechazar la aproximación reductiva según la cual, este pieza es un libro-collage. Ya sabemos lo que la palabra collage puede señalar como atributo peyorativo y dependiente.  Si bien, demostraré que esta pieza de Dittborn está vinculada con  las experimentaciones gráficas de “entre-dos-guerras”, cuyo conocimiento es factible de haber sido adquirido durante su estadía en Europa, entre 1965 y 1969.   Esta es la  razón de por qué, en ese caso,  no hablaré de collage, sino de montaje gráfico.

Tampoco esto es  un libro-de-artista.  Es decir, cabría ser reconocido como tal si lo sometiera a la nomenclatura del estudio sobre la estética del libro de artista que  publica  Anne Moeglin-Delcroix en 1997. Pero no entra en dicha consideración, justamente, por su dependencia diagramática de la distanciación brechtiana desplazada hacia el campo gráfico. Es lo que sostiene el propio Didi-Huberman en “Cuando las imágenes toman posición” (A. Machado libros, 2008).  Lo que hago es poner en relación dos obras  editoriales de Brecht: “Diario de trabajo” (Arbeistjournal) y el álbum “ABC de la guerra” (Kriegsfibel).

No es mi intención hacer resúmenes parciales de libros y aplicarlos al análisis ilustrativo de obras que requieren de un gran aparato de citas para validarse. Mi propósito es exponer las condiciones de formación de un diagrama de obra determinada. Dittborn es el único artista brechtiano en la escena chilena. Diré que ahí está la base de su materialismo.  Es decir, no solo en la materialidad de las tecnologías de reproducción  y en la materialidad de los soportes de recepción de las acometidas inscriptivas, sino en el gestus que determina el carácter de la pose fotográfica y de sus  efectos en la configuración compositiva del libro en cuestión.


En Dittborn,  no se sabe  si es Benjamin quien lo conduce a Brecht, o si es Brecht quien lo conduce a Benjamin. Lo cierto es que en 1981, Dittborn ya era un lector responsable de “el autor como productor”, al punto que niega ser reconocido como un “artista”. Dittborn es autor de unas obras que monta como si fueran dramaturgias y coreografías de gabinete. En cada imagen, un drama; en cada letra, un cuerpo.  En este sentido: “El “ABC de la guerra” se hojea como un libro de imágenes históricas, pero también se lee como un libro de poemas líricos, algunos muy sencillos de comprender, otros más enigmáticos” (Didi-Huberman, op. cit. p. 178).

Ya en esa época consideré que Dittborn provenía de la distanciación brechtiana, sobre todo a partir de la materia misma de sus recursos: fotocopias, fotografías impresas, fotografías de fotocopias, fotocopias de fotografías, fragmentos de periódicos, imágenes encontradas. 

Esto último es clave: imágenes encontradas remite a fragmentos literarios encontrados. Distanciación y hallazgo diagramático se combinan para formular un método de montaje, que le permite disponer de las imágenes, en el sentido que la letra impresa es, también, imagen. De este modo, letras e imágenes son recortadas para ser  dispuestas sobre una superficie regulada sobre la que se confrontan, se relacionan o se repelen, obligando a poner atención extrema en los intervalos.  

En definitiva, lo que importa es que el montaje no sea tomado en una sucesión en la que cada imagen persigue a la siguiente, sino que estas compartan la misma presencia.  Sin embargo, la configuración de un libro obliga a respetar la secuencia, a menos que leamos saltándonos grandes cantidades de páginas. Lo cual, por cierto, nos introduce en otro tipo de lectura, ya que supone la consideración de varias maneras de exponer y cruzar entre sí unos enunciados verbales que poseen una gran potencia visual, como en el caso del relato del niño que se da las palmadas sobre el pecho para satisfacer su propio ceremonial (arcaico) de reconocimiento, para poder decir: “esto es un día entero de mi vida”.



Diré que este es un incidente accional que  reduce  el efecto eyaculatorio primordial a una mancha por efecto de fricción, de frottage de un cuerpo con su envoltura vestimentaria básica, que consiste en remitir todo porte de ropa al acarreo de un sudario que anticipa la muerte en el seno mismo de la vida cotidiana.  Hay un capítulo del libro de Ronald Kay, “Del espacio de acá” (1980), destinado a tratar esta cuestión;  y no por casualidad se titula “El cuerpo que mancha”. 

Pero el sudario se desdobla en “paño de la verónica” como determinante cristiana para montar la ficción de la pintura, “a imagen y semejanza” de una operación de representación específica, en que la copia positiva de un negativo encontrado porta la imagen matricial que explica la merma de transferencia como cultura del malestar; es decir, el malestar de no poder calzar la imagen princeps con las copias que le corresponden. En este sentido, el significante-venus-de-milo es parodiada por el hallazgo fortuito de un significante-afrodita-antofagasta,  convertida en “ruina griega” de la fotografía.  



[1] https://vimeo.com/238699231

sábado, 5 de mayo de 2018

LA IMAGEN ANHELADA (3).

En mayo-junio de 1986,  Eugenio Dittborn publicó un libro de pequeño formato, determinado por el sistema de corte de papel que resultara más económico. No era una medida de ahorro, sino de precisión metodológica en relación al uso adecuado de la tolerancia de los formatos industriales. El diseño fue obra de Pablo Martínez y reunió tres textos,  distribuidos según cambios tipográficos significativos, y que pertenecían al filósofo Pablo Oyarzún, al poeta Gonzalo Muñoz y al propio Eugenio Dittborn.  En la nota de final de edición se señala que este libro fue impreso gracias a la beca Guggenheim que le fue atribuida a Eugenio Dittborn en 1985.



El título del libro es “Envío de Eugenio Dittborn a la 5ª Bienal de Sidney, 1984” y está señalado en su primera página. La portada está hecha con una cartulina en la que se  ha impreso en serigrafía  -suponemos-  una obra de Dittborn, pero que ha sido cortada para cubrir el formato requerido.  Este no es un dato menor.  Las impresiones serigráficas son cortadas de acuerdo a un cálculo que permite aprovechar al máximo la lámina.  Una lámina cortada termina siendo la portada de la publicación.  La superficie plegada sirve de cubierta a un objeto editorial. Luego, en las dos páginas siguientes aparecen,  por la izquierda,  la cita de un fragmento extraído de la Revista Reader´s Digest, de abril de 1981,  cuyo título es “Borrón y cuenta nueva”, en que se acuña la frase que dará el título a la obra con que Dittborn realizará el envío. Este es el texto que ya había sido “publicado” por Dittborn en el libro-único  que ya he mencionado. 

Regresando al pequeño libro de 1986, en la página derecha , entonces,  Dittborn publica la ficha técnica y señala el título: “Un día entero de mi vida (Polítptico)” (dimensiones 2 módulos de 240x152 cms. + 2 módulos de 240x80 cms).  Fecha de producción: Agosto-diciembre de 1983.  Lugar y fecha de exhibición: 5ª Bienal de Sidney, abril.junio de 1984, Sidney, Australia.

Acto seguido, en páginas siguientes aparecen los textos de Pablo Oyarzún (“Un salvataje”), de Gonzálo Muñoz (El Velo) y del propio Eugenio Dittborn (“TRANSaPARiENCIA”).  En el librillo, la única imagen que aparece es la de las cajas (bloques) de texto. En Dittborn, la letra (hace) figura.

No es un catálogo. La obra fue presentada en Australia  durante la mitad del año en 1984. Sin embargo, antes de su embalaje y de su traslado, fue exhibida  durante algunos días en la Galería SUR (Santiago de Chile).  Ahora bien: este libro fue producido dos años después de esta presentación y  expone  todas las características de su autonomía. De modo que “Un día entero de mi vida” es un título que fue conocido de manera pública en diciembre de 1983, y luego volvió a comparecer a raíz de la publicación del pequeño libro, en 1986.

Sin embargo esa ocasión no fue la primera. En verdad, es preciso remitirse a la edición de “Fallo fotográfico”,  “edición de grabado” producido por  Eugenio Dittborn en julio de 1981,  que en una de sus páginas recorta una fotocopia del fragmento de la revista Reader´s Digest  -mencionado  anteriormente-  y lo pega a mitad de página,  como si fuera el pie de página de la ficha de Juana Barrientos Novoa (a) “La mancha”, delincuente encargada por hurtos reiterados.



No es un elemento a desconsiderar el hecho que el apodo de la mujer delincuente sea “La mancha”,  en la medida que el relato del niño en el fragmento “Borrón y cuenta nueva” está centrado en cómo éste mancha su ropa después de jugar y  de cómo  es increpado por ese hecho.   Pero el enunciado del niño pone a la madre “en su lugar”.  Se da en el pecho unas palmadas de aprobación y declara: “Un día entero de mi vida”.  Luego, en la parte inferior de la página, Dittborn escribe con  un lápiz de fieltro y con letra imprenta: “Una fotografía es Un día entero de mi vida”. Lo curioso es que la madre, en cierta manera, criminaliza al hijo,  poniéndolo en relación  de imagen con la delincuente.  A través del apodo, ambos sujetos (niño/mujer), son puestos en des/equilibrio social.

Ahora bien:  “un día entero de mi vida”  será convertida en un emblema distintivo de la obra de Dittborn en la coyuntura de  abril-julio de 1981.  Justamente, es en abril que  descubre el fragmento impreso en el Reader´s Digest y lo fotocopia para recortarlo y pegarlo en la  matriz para la impresión de una de las páginas de  “Fallo fotográfico”.  Pero el fragmento fue primero copiado a máquina por el propio Dittborn,  sobre una cartulina cubierta parcialmente de una mancha de pintura rosada, bajo el título ya mencionado: “Borrón y cuenta nueva”.

En la página izquierda, Dittborn imprimió sobre papel secante la imagen en negativo de una fotografía encontrada, a la que tituló “Afrodita Antofagasta”, que ya había utilizado, reproducida en copia positiva, en la portada del libro de Ronald Kay, “Del espacio de acá”, publicado en noviembre de 1980.

De este modo, el título  del envío de Dittborn a la 5ª Bienal de Sidney posee una historia de uso que determina su empleo estratégico, en 1984.  No solo ya había sido inscrito como un momento  gráfico significativo en un impreso en fotocopia que debía ser considerado “edición de grabado”, puesto que los ejemplares estaban numerados  a la manera como  se señala una serie de grabado, sino que aparece enunciada por vez primera en la portada del libro único que bajo el título  “Un día entero de mi vida” es producido por Dittborn entre abril y mayo de 1981.