miércoles, 4 de abril de 2018

MONOGRAFÍAS, CATÁLOGOS, “FOTO-LIBROS”.

En el Festival Internacional de Fotografía de Valparaíso, que partió como una iniciativa de apertura crítica que asumiría una cierta especificidad autoral de la fotografía chilena y que ha pasado a ser un “chiringuito” vorazmente exclusivo de Gómez-Rovira, una de sus manifestaciones más interesantes fue aquella en la que prácticamente la exposición de fotografía fue una exposición de libros de fotografía.  Fue el momento en que la noción de “foto-libro” comenzó a circular en medio de un relativo consumo de monografías de fotógrafos de los que no se tenía conocimiento en la escena chilena.  Más bien, los libros autorales eran muy pocos y lo que mas seducía al público eran los catálogos de exposiciones eminentes.  De este modo, quedó claro que había que distinguir entre monografías, catálogos y “foto-libros”.  Al fin y al cabo, sale más rentable para un fotógrafo editar un libro que hacer una exposición. Pero de inmediato, queda en claro la ausencia de criterio editorial de los fotógrafos, que terminan por hacer libros promocionales, que de todos modos son más eficaces para circular en los bordes de la industria editorial. Los catálogos, en cambio, se someten al circuito de las artes visuales, ya sea en el formato museal o en el de un centro de arte contemporáneo, que proporciona más rédito que hacerlo solo en un centro de fotografía, por prestigioso que éste fuera.

En la escena chilena, algunas editoriales han publicado libros de fotógrafos, pero han sido más que nada ediciones cuasi-catalogales que buscaban abrirse paso como emprendimiento formal subordinado. Hay algunos fotógrafos que han editado libros vinculados a una que otra exposición innecesaria. Pero son monografías relativamente autoritarias.  Distan mucho de ser “foto-libros”. La paradoja es que uno de los especímenes que  estaría más cercano a un “foto-libro” es el que hizo el propio Gómez Rovira, narrando con fotografías la historia del exilio familiar, a través de la recuperación de lo hubiera sido el “archivo paterno”.  Pero suele ocurrir que las impertinencias de gestión convierten a los fotógrafos en personas bastante más detestables que las imposturas de muchos artistas visuales, que están programadas para dominar una escena   como condición de manejo académico.  La fotografía chilena todavía no logra levantar su propia academia.  Es la misma historia de siempre, sobre lo que Mario Fonseca ya ha escrito, lo suficiente.  Pese a los esfuerzos de administración referencial que  con el poco presupuesto  de que   dispone, Felipe Coddou se ha convertido en un “promotor” de las gestiones  de sus amigos del FIFV y a eso le ha denominado “política”. 

La fotografía es mucho más que eso, ¿no? Y el magister que Andrea Josch armó en la Finisterrae lo demuestra. Pero sigue siendo una plataforma académica. A lo que se agrega la “operación MAPFRE”, que tanto colaboró con la inscripción internacional, de nicho, de la obra de Paz Errázuriz, convertida en tránsfuga artista visual para acompañar a Rosenfeldt en un envío híbrido a una bienal de Venecia que pasó con más pena que con gloria. 

Agrego a lo anterior la animadversión que produce la editorialidad  fotográfica de Luis Poirot, que no es reconocido por el canon del “foto-libro” latinoamericano que ha fijado con mucha astucia formal Horacio Fernández, cuyo libro ya circula desde hace algunos años y que fuera el “chiche” de algunas versiones del FIFV.  Pero nadie se encarga, siquiera, de criticar, de objetar, alguno de esos libros y/o catálogos.  Pienso que Luis Poirot no debiera exhibir, sino simplemente, editar libros. Porque me inclino a sostener la hipótesis de que la fotografía fue hecha para ser impresa.  Admito que esta hipótesis no es compartida por muchos.  En tal caso, cada día  me parecen cada día mas insoportables las exposiciones de fotografía de fotógrafos.  Algunos de ellos han aumentado los formatos para “pasar piola”, como si fuesen “artistas visuales” de segunda línea.  Pero éstos últimos han “asumido” la fotografía como el soporte dominante en las actuales condiciones de validación del arte contemporáneo, de un modo similar a como se desarticuló la denominación “artista-video” y/o “video-arte”, en el momento en que los artistas contemporáneos, que no se hacían llamar “videastas”, “ocuparon” el soporte video como su materia y vehículo –cuando no herramienta- de trabajo en la especulación de las imágenes; mas bien, en la especulación “con” imágenes.

Entonces, en este punto ha sido posible  recuperar la  noción inespecífica de “foto-libro”, en la medida que se autoriza como una “especulación” sobre la narratividad de las imágenes fotográficas, afirmada sobre la autoralidad de un discurso que debe demostrar la coherencia de la secuencia comprometida. Los criterios no me parecen decisivos, sin embargo permiten trabajar.  Al final, la narración visual y la consistencia de la secuencia son el punto de no retorno, que permite distinguirlo de una monografía y de un catálogo. 

Sin embargo, en el libro de Horacio Fernández no es posible entender cómo recupera materiales tan disímiles y epistémicamente diversos como “El rectángulo en la mano” de Sergio Larraín y “Fallo Fotográfico” de Eugenio Dittborn, pasando por  “Autocritica”  de Marcela Serrano y “El infarto del alma” de D. Eltit/P. Errázuriz.  Ninguna de estas obras me parece un “foto-libro”, en sentido estricto.  Todos parecen monografías. Salvo el de Marcela Serrano, que es un soporte de acción referencial y el de Eugenio Dittborn. Todos los demás, ilustran una “tesis”.  Incluso, el un sentido más específico, el libro de Ditborn sería el “único” especímen que admitiría tal denominación; me refiero a  “Fallo fotográfico”, realizado como “edición de grabado” en julio de 1981.   Porque hay que hacer lugar a la distinción epistémica, lo repito, entre la problemática de 1960, como argumento de Sergio Larraín en un debate que no existe como tal en una escena determinada, y la problemática recogida por Dittborn veinte años después, en el curso de un debate ya legitimado sobre las mermas de transferencia de la imagen. 


Entonces, ¿en qué quedamos?

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