domingo, 4 de marzo de 2018

EL BIEN COMÚN


En la columna “Complejidades Regresivo-Progresivas” he planteado la hipótesis acerca del olvido forzado por saturación de  información pasteurizada.  El olvido por saturación es una operación curatorial que se ha hecho común en la “nueva investigación”, cuando vemos que las exposiciones pasan a ser ilustraciones de tesis de maestría.  O bien, de “guiones”  formulados como ejercicios de violación de la colección del MNBA, en que a las obras se las hace decir un programa de recomposición académica tardía.

Para esto, el museo es una plataforma de acumulación de fuerzas, que en el fondo, resulta irrisoria.  Hay maneras de no violentar una colección.  La exposición “El bien común”  viene a ser la mejor expresión de esta operación de re/visión  subordinada a un principio articulador sobre el que nadie ha puesto en duda presupuesto alguno.

Al leer los primeros párrafos del partido curatorial  tenemos que rendirnos a la evidencia de un consenso forzado sobre unos valores básicos que reproducen el mito de la democracia chilena como avance ininterrumpido, salvo excepciones, pero que pareciera ser nada más que la expresión de un tomismo consecuente. Y en eso, Paula Honorato tiene toda la razón: pone en escena la escolástica de la historicidad del arte, bajo la cobertura de una lectura contemporánea que sin embargo se basa en la pre-contemporneidad de un concepto que destierra de sus antecedentes  la gran invención sociológica de los años años sesenta, que de hecho, la desmentiría. Pienso, nada más, en un libro que desarmó varios mitos de nuestra generación. Se trataba de un ensayo sobre los militares en Chile y estaba escrito por Alain Joxe, a fines de los sesenta.  Me pregunto qué habría de “bien común” en una interpretación forzada y volcada hacia el campo de las actuales curatorías de conveniencia.

Entonces, ¿cómo justificar una exposición sobre y desde la noción de bien común, recurriendo a obras que  son utilizadas para hacer de síntoma para una representación  moralista del territorio y del espacio público?  Al parecer se trata de demasiados objetivos para extraer de la ordenación de 140 obras de la colección, con el supuesto forzado de que esta colección sería, justamente, la expresión máxima del bien común,  dibujado en la filigrana de una historia plebeyizada, pero que da la espalda a los efectos estéticos de las prácticas  políticas que en 1964 instalaron la lectura jesuítico-belga del bien común, en contra de la interpretación hispanizante del padre Lira.  Y eso que no me refiero a lo que significó en esa coyuntura, la introducción de la lectura de los existencialistas cristianos mientras Frei Montalva resistía la gran huelga del Magisterio. 

Entonces, ¿de qué bien común estamos hablando? Los conceptos, las nociones, en fin, poseen también una historia;  que corresponde a la historia de su instalación en un léxico de época y que luego se transforma en la historia de su usura.  Esperamos que  cuaje una historia del concepto para poder realizar el calce interpretativo. Pero aquí, lo que tenemos es una experiencia de descalce que sostiene una exposición convencional, no solo en lo ilustrativa sino en lo maniquea.  

Responder a la pregunta sobre qué nos une y qué nos separa mediante la  “perversa” oposición de la pintura de Pedro Lira y  el  montaje de Bernardo Oyarzún, solo puede despertar una sonrisa adecuada sobre la corrección política de la asociación, como si fuera una gran conquista curatorial anti-oligarca.   Entonces,  Paula Honorato “actualiza”   el efecto de  Pedro Lira como el fantasma necesario que justifica el montaje del Otro, pero no se da cuenta que esa operación reproduce el complejo colonial que intenta desarmar por la misma vía. 

Para entender esta operación hubiera sido  necesario editar, a lo menos, las páginas relativas al tema que aparecen en el libro de Josefina de la Maza.  Sin embargo, no siempre las exposiciones son buenas demostraciones de los capítulos de un libro.  De paso,  tendría que haber intermediado el hecho de que la inauguración del  edificio del MNBA  como gesto de autoconciencia, coincide con la publicación de “Raza chilena” de Nicolás Palacios.  Lo cual nos conduce a pensar que la historia de la noción que sostiene la muestra, o que al menos, la titula, está precedida por una trama de escrituras  que más bien   sostienen  su contrario; es decir,  la historia de un Mal Común.

Ya lo he dicho en otro lugar: incorporar una obra “lejana”  para hacerla “comparecer”  junto a una obra contemporánea para  hacerla  “dialogar” ya es un “tic curatorial”  del MNBA, que no retiene  eficacia alguna. A menos que celebremos que “Bajo sospecha” de Bernardo Oyarzún ponga bajo sospecha la ideología pictórica de Pedro Lira como expresión de la oligarquía anti-balmacedista, en el marco de  una historia progresiva y paralela, que combinaría “arte-y-política” y que culminaría con la política inclusiva de la Presidenta Bachelet.  Porque  esta es la única manera de explicar la coincidencia del montaje de “Bajo sospecha” con el regreso de “Werken” desde Venecia.  El MNBA hace el trabajo de validación interna de un envío externo, demostrando  al menos la coherencia de una política exterior del arte chileno, como expresión de una política de Estado, que tomó prestada para esta ocasión la retórica visual del Museo del Barro de Asunción.  

La presencia inicializante de  “Bajo sospecha”  de Bernardo Oyarzún en la muestra  no hace más que  sintomatizar  la visibilidad de “las personas ajenas a la escena pública”.  Lo cual define por extensión la dimensión de “lo ajeno” del propio artista como condición de su ingreso a ella, bajo la garantía del museo, que por esa vía reconoce una función vicarial, al convertirse  en el lugar de la “Imagen-de-aquellos –que-no-tenían-imagen”. De manera que bajo estas circunstancias, nadie podría negar la pertinencia de semejante operación y no quedaría mas que saludar, como decía, la pasión inclusiva del partido general de la muestra.

En este sentido, no puedo estar mas que de acuerdo con Richard cuando señala en una cita que he recuperado de un texto de Claudio Guerrero sobre  el concepto y la práctica de la “aeropostalidad” en Dittborn, que  “el progresivo ensanchamiento del canon literario ha contribuido a disolver los contornos de lo estético en la masa de un sociologismo cultural que se muestra sobre todo interesado en el significado antihegemónico de las nuevas producciones leídas como documentos sociales y no en las maniobras estéticas con las que su voluntad de forma reestiliza lo social.” (Richard 2002:161)


Dittborn, por ejemplo,  que realiza “delachilenapintura, historia” en 1976, no necesita formular la hipótesis inclusiva, porque ha hecho estado de la  ausencia estructural como un significante  imaginario que pone bajo sospecha –eso es evidente- las formas de la reproducción de la historia de los cuerpos en la pintura. 

Hacer esa historia es hacer la historia de sus ausencias. Pero también, señala una de las vías de su inclusión en la historia (nacional) de la imagen a través de la fotografía señalética o judicial.  El “otro” no ingresa (a la historia) por la pintura, sino por la fotografía. 

¿Pero  Bernardo Oyarzún  no se da cuenta que Paula Honorato lo convierte en el “tío Tom” del arte chileno?, ¿Quién podría estar en desacuerdo con dicha inclusión vicarial, lo repito, para demostrar la dimensión del oprobio representativo de Pedro Lira, poniendo en escena el poder enunciativo de la oligarquía castellano-vasca?   Eso es todo lo contrario a tensionar la  “idea de Nación” desde una noción de comunidad que cuestiona  la noción de bien común. El problema es que la noción de comunidad es una noción sobre impuesta, que  también omite las condiciones de su propia formación y del empleo que se hace de ella como efecto de buena conciencia artística.  A menos que pensemos la historia del arte chileno como efecto de caridad cristiana, avalada por operaciones de “comunidades de base”, con el componente catecúmeno de rigor.


Resulta extremadamente convencional buscar en Pedro Lira al representante evidente y eminente del ethos racista de la oligarquía fundacional de Chile. Lo pintado remite al significante seminal de la “raza”,  que se salta un siglo completo, solo para demostrar la expansión de la  imagen del  “delincuente por defecto”, que a partir de la obra de Oyarzún, impone su condición al conjunto del arte chileno progresivo, como una marcha ineluctable hacia la transparencia de sus propósitos.

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