domingo, 4 de febrero de 2018

TEINTURE

No soy el único que posee el catálogo “Face à l´histoire”.  Un  diplomático extranjero vendió gran parte de sus libros al regresar a su país de origen. De este modo, el catálogo llegó  a uno de los puestos de venta y compra-venta de libros en el Persa Bío-Bío. Entre los libros grandes y pesados se encontraba éste. Carlos Navarrete no tenía mucho dinero en el bolsillo y logró despertar la complicidad del vendedor que accedió a dejarle el ejemplar a un buen precio.

Al leer esta columnas, me ha escrito para resolver algunas de mis dudas. Mi ejemplar ya no está más conmigo.  Se lo he obsequiado a Antonio Guzmán, por su pasión dittborniana.  Al fin y al cabo, le será útil para hacer clases porque la documentación sobre el resto de los artistas participantes en la exposición es ejemplar.  De ahí que Carlos Navarrete me proporcionó la información sobre las pinturas aeropostales de Dittborn  que fueron expuestas en “Face à l´histoire”.  Y claro, eso está en la página 605 del catálogo, pero se puede apreciar  en el libro “Remota”, donde aparece como Pintura Aeropostal  Número 90, “El Cadáver el Tesoro” (1991).

Por ahora, en lo inmediato, me ocuparé de la doble-página. Esta noción ha sido fundamental en los estudios dittbornianos, si bien, al parecer, no forma parte de la batería de conceptos vigilados que configuran la oficialidad dittborniana. De todos modos, la doble-página, ya desde la edición del catálogo de “Final de Pista” (1977) es una “pista” demasiado  evidente como para preguntarse por qué no ha sido objeto de trabajo.

La doble-página ha sido mi objeto de trabajo, por años. No he necesitado escribir una “gran obra” sobre Dittborn.  Aunque mi libro sobre Dittborn  ya está listo. Solo hace falta una editorial.   Finalmente,  escribo en función de mis intereses particulares en la crítica como sustituto de crítica política.  Es la razón de por qué a Antonio Guzmán le interesó esta intervención gráfica;  porque consideró que en ella estaba “todo” Dittborn.  Es una manera de decir: pero es un momento crucial de su auto-análisis de obra. 




Si seguimos el principio dittborniano según el cual lo político de su obra reside en el pliegue, en esta doble-página el relato visual está partido en dos. El pliegue separa las aguas  y señala el compromiso de temporalidades  altamente diferenciadas que “comparecerán” en un mismo rectángulo.

Por la izquierda tenemos el título que mima y rima la visualidad de la prensa gráfica de entre-guerras,  LA POSTE, bajo el cual Dittborn hace imprimir la imagen de un rescate realizado por un aviador en medio del desierto.  Por supuesto, no podíamos esperar otra cosa de Dittborn; se trata del fragmento de una “historia dibujada”[1]  publicada por “El Peneca”, “Quintin el Aventurero”.  Un piloto está en posición de descenso de la cabina para acudir en auxilio de una mujer que yace tendida –inerte- sobre la arena.

Por la derecha disponemos de la misma estructura de distribución. Arriba, como título, en tipografía de portada de periódico, valga decir,  Dittborn dispone la palabra MODERNE.  Debajo,  encajonado por cuatro bloques textuales, aparece Dittborn  manipulando el tambor de aceite quemado de auto sobre la arena del desierto de Tarapacá y que se ha convertido en un ícono distintivo de su procedimiento de trabajo. 

Mucho texto de este lado, para solo dos pequeños bloques en el otro, en el borde extremo izquierdo de la página izquierda. En cambio acá, los textos en pequeños bloques lapidares acosan el destino de la imagen y determinan la interpretabilidad, no por capas, sino en la misma superficie. La ventaja es que en este tipo de trabajos no es preciso recurrir a las nociones de “más cerca” o “más lejos” porque el propio artista (siempre) insiste en que (el) todo se juega a nivel de la superficie, ya desde fines de los setenta, cuando en la estructura de los comentarios sobre arte se tolera la inclusión de la famosa cita de Valery, según la “la profundidad reside en la superficie”, para combinar regímenes diferenciados de temporalidad editorial.

La contradicción sobre la sustitución corporal, que es el aspecto principal de la contradicción, se delata en la página derecha cuando la reproducción del gesto del derrame fija la tensión sobre el contenedor industrial que acarrea consigo la sombra de su propio excedente. Pero ha tenido que experimentar el empuje del artista, que equivale a “meter la mano”, porque debe imprimir energía a un acto eyaculatorio en que sustituye su propio cuerpo, transfiriendo la dirección de la energía para convertir el derrame en “yacimiento”. En verdad, se podría hablar de un cierto desfallecimiento de la imagen que se complementa con la erección del cuerpo del artista convertido en motor de la acción de empujar el tambor y volcarlo sobre su costado para que el aceite fluya a borbotones, como si fuera un gran “Land/Pollock”, en que el desierto reemplaza la función receptora de la tela de yute sobre la cual Dittborn había venido “pintando” todo ese último tiempo; es decir, su obra básica de 1981, pero “hacia atrás”, cuando la mancha basta para convertirse en el significante pictórico que define el carácter de su trabajo. El resto es pura declinación latina. Incluyendo las aeropostales.

Habrá que convenir en que el aceite quemado vertido sobre la arena se traslada hacia la página de la izquierda, donde se ordena como línea de dibujo y termina por sostener el relato visual del salvamento.  He dicho bien: se ordena. La eyaculación del semen aceitoso contenido en el tambor/vejiga da nacimiento a la figuración entintada. 
Ya sabemos  suficiente del humor dittborniano: “teinture” y “peinture” son dos significantes duchampianos a los que acude en ese momento para calificar el rol absorbente de una superficie.  La tela de yute sin imprimar sobre la que realiza sus principales trabajos de 1979 y 1980 resulta ser el modelo preferido para poner en crisis, por un lado, la noción de “imprimado”, y por otro lado, la mecanicidad trabada  del escurrimiento como principio de retención máxima. 

Dittborn, al rechazar la imprimación decide trabajar sobre la “carne viva” del soporte, que pone de manifiesto su capacidad de “embeber(se)” como la venda que cubre una herida.  De este modo, el espesor del aceite convierte a la tinta de imprimir en un sustituto de un bálsamo protector que tiñe lo que cubre por capas.

Pintar es teñir.  Esta es una vieja frase dittborniana.  Pero de la tintura pasa a la impresión, remitiéndose de paso a otra vieja propuesta duchampiana que  revela el estado de preocupación que Dittborn tiene respecto de la conversión “alquímica” de los lubricantes.  Entonces, para dirimir en este debate material recurre a un obrerismo deseado para adquirir el título de “teinturier” en reemplazo de “peintre”. 

Quizás sea por eso que desde la página derecha hizo teñir el relato de la página izquierda, modificando el color original. Porque es preciso poner atención en el hecho editorial siguiente: la fotografía que consigna la acción de volcar el tambor de aceite penetra, por así decir, en el campo de la página izquierda y se cubre de fondo  para teñir las condiciones de acogida de la imagen figurada, como si la “peinture” (al óleo) de la página  derecha se convirtiera en “teinture” en la página izquierda.

Pero en la página izquierda no hay tintura alguna, sino la transferencia en alto contraste de un dibujo que proviene de una “historieta dibujada”, puesto que estamos en una exposición “de cara a la historia”, mediante la que Dittborn expone su teoría de la transferencia  artística, por la cual, toda historia  de la representación es la historia de las condiciones de su representación (picto)gráfica.

Sin embargo, en  este punto, ni los curadores europeos ni estadounidenses están dispuestos a ceder un centímetro de sus leyendas arcaicas para entender que nuestras sociedades son “sociedades de la reproducción”.  En este sentido, es demasiado caro el favor que le hacen en 1997 Cameron/Mosquera a la obra de Dittborn, porque pasan por alto, justamente, aquello para lo cual el artista ha ejercido un control y vigilancia extrema en su interpretabilidad interna, para terminar “teñido” por los prejuicios  de la interpretabilidad externa, que reduce el alcance de su teoría matriz, que a mi juicio, no reside en la aeropostalidad, sino en la fase previa en que elabora la “teoría del derrame”, y de la que esta doble-pagina es su expresión editorial inconsciente más lograda.  Porque todo apunta al “comienzo”, es decir, a cómo es por la “teinture” (impresa) que la “peinture” se da a ver, en el territorio que luego va a ser país. 

No es casual que el derrame de los ochenta litros de aceite quemado tenga lugar en el desierto de Tarapacá, que integra el territorio nacional solo después de la Guerra del Pacífico. Tampoco es casual que la desertificación en pintura sea un eje en la reflexión pre-aeropostal de Dittborn.  

Hablemos del color: en esta doble-página hay tres zonas; de izquierda a derecha, una sopa de fondo ocre cubre la totalidad de la franja vertical; al  centro,  la franja está divida en dos partes; arriba, el azul cielo; abajo, el ocre de la arena, intensificados.  Finalmente, la franja derecha, igualmente divida en dos, opera como si fuera a “la luz del día”, marcando la línea del horizonte como un límite  visual entre el cielo y la tierra.  En términos aristotélicos, la tierra corresponde al mundo sub-lunar y en ella todo es corruptible.  De lo que se trata de fijar en esta acción es la corrupción de las técnicas clásicas de la pintura europea, siendo ésta la cara (face) que le pone la pintura de Dittborn a la historicidad de su reproducción como derrame de  transferencia; o bien, de la transferencia entendida como derrame incontinente que fija los efectos de su  exceso como emplazamiento de la cultura de Occidente. 

Ambas imágenes, distribuidas por los tres registros cromáticos, apelan a la Santísima Trinidad y su rol en la “historia sagrada” de la humanidad. Los modelos de referencia bíblica son dos; en primer lugar, el piloto de rescate sintomatiza la mecanización del cuerpo piadoso, aclarando que toda salvación viene del cielo y que su máquina es un sustituto moderno y laicizado de la Paloma Sacra.  De otro modo no persistiría la vigencia de la “pietà” como fisura en la subjetividad local, en el supuesto que el descendimiento de la cruz pone en evidencia, más que nada, la figura de la madre como el faltante que proporciona el andamiaje a la escritura de la representación, que se valida por “declinar” –siempre- la “palabra escrita”.  Entonces, en el principio fue el Verbo y se hizo mancha de aceite sobre la arena, yaciendo como tinta gruesa que delimita el residuo de la grasa (corporal) reclamada.  Admito la posibilidad que el automóvil sea antropomorfizado para entender que el aceite quemado proviene de la usura de un cuerpo mecánico.

Así las cosas, Dittborn introduce un principio de temporalidad que repite la historia de la cultura, donde lo informe de la mancha  precede a la formación de la letra en el inconsciente.  El piloto desciende del aparato, primero, porque  lo ha hecho aterrizar. No habrá que ser muy perspicaz para conectar este incidente con la inversión vostelliana del “dé/collage”.  Sobre todo después del uso que hace Dittborn de la imagen impresa en la prensa, que reproduce el arribo del Columbia a su base y que sirve de introducción al libro único “Un día entero de mi vida”, fabricado en 1981.  

Dittborn hace pasar toda su historia como artista por esta “composición de superficie”. El piloto  no hace descender dos veces el avión   en una misma escena de  des/fallecimiento.  La niña que  yacía sobre la arena estremeció al piloto, porque su figurabilidad  dependía del impreso de la “historia dibujada” que Dittborn le en/cara a los curadores, siguiendo por la vía ordinaria la representación del deseo.

Dittborn se estremeció al ver que la mancha de aceite no se propagaba con la rapidez ni capacidad de expansión que esperaba.  Para eso tuvo que olvidar su programa de restricciones y “meter la mano”.









[1]
http://ergocomics.cl/wp/2004/07/alberto-lungenstras-2/
http://www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/MC0001708.pdf

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