martes, 26 de diciembre de 2017

EL RECADERO

Alguna vez escuché el relato de una hipótesis acerca del temor que tenían  los americanos  frente a amenazas de extra-terrestres.  Era una explicación junguiana que sostenía que el hombre blanco europeo sentía una gran culpa por haber sometido a continentes enteros durante el siglo XIX. De acuerdo a este sentimiento, tendrían el temor de que los extraterrestres los trataran del mismo modo como ellos  lo habían hecho con las poblaciones aborígenes.

Recordé este relato al enterarme de una mensaje de Luis Alarcón en las redes, en el que (me) anunciaba como el ministro de cultura que se haría cargo de las razzias.   

De algún modo, la expresión de su temor podría instalar una sombre de duda que apuntaría a encubrir acciones por las que se teme una represalia.  ¿Que tendría que temer Alarcón?  

De seguro, Alarcón clama en favor de operadores a los que cree justo defender, porque ellos si que tienen razones  para temer ser tratados como ya trataron a sus subordinados y adversarios en el CNCA. Lo curioso es que Alarcón, ni siquiera trabajando en el CNCA, decide hablar-por-otros.  En la tradición comunista eso se llamaba “recadero”.  Digamos, es una figura que está en tránsito, entre el que lleva mensajes que no son de su autoría y el que repite como ventrílocuo lo que su amo(a)  le hace decir.

Ahora: es curioso que Alarcón se muestre (tan) interesado en mi futuro. 

¿Ministro?  El uso del término no es un cumplido. Apuntó alto, para intoxicar la referencia por antonomasia.  El nombre de la función atribuida define el rol de un ministro por analogía con el trabajo de un policía; es decir, alguien cuya práctica cultural solo es comparable a una razzia.

En tal medida, en la memoria comunista de Alarcón esta palabra opera como un fantasma arcaico cuyo destino es atribuir(me) un carácter nazi, mediante la estrategia de conversión de si mismo en un judío del ghetto de Varsovia.  Pero en este caso, Alarcón ejerce la función de síntoma  en el seno de una  izquierda chilena que jamás podría estar en condiciones de disputar dicho estatuto,  y que vive su post-memoria con el lamento de  no haber estado a la altura de una Gran Catástrofe,  no pudiendo  encarnar al héroe benjaminiano  que correspondería.

Alarcón no puede sino  acomodar la realidad a su deseo partidario residual, como cuando sus camaradas definían el carácter fascista de la dictadura, solo para poder legitimar la organización de un “frente anti-fascista”, porque esto facilitaba la comprensión popular a una política de antes de la “guerra fría”  y convertía al Gobierno Militar en un “ejército de ocupación”.

Regresar a dicho estadio parece ser la única operación compensatoria de Alarcón, que debe incorporar a su activo el lenguaje frentista para poder inscribir la marca de su emprendimiento –Galería Metropolitana- como una “zona liberada del arte”, reviviendo el programa formulado por Siqueiros en 1941: “ante la guerra, arte de guerra”.

Sin embargo, Alarcón se ofrece para declarar a su mandatario(a) como víctima por anticipación. Pero al hacerlo, no se da cuenta que hace manifiesto el sentimiento de culpa de éste(a) transformándolo en una prueba  verosímil que nos habla de la existencia de un  maltrato efectivo ejercido directa e indirectamente sobre   personal del CNCA. El temor es que el “maltrato de origen”  pueda ser devuelto de manera proporcional como “maltrato de arribo”.  De otro modo, Alarcón no se daría el trabajo de denunciarlo, a menos que, deseoso de rendir servicios de recadero sin que se lo pidan, termina provocando un daño enorme a  un supuesto defendido.

Alarcón, al  ofrecer  un chivo expiatorio a la medida, no se da cuenta que la conversión en víctima por anticipación  es una confesión encubierta. De modo que  realiza, por añadidura,  una inverosímil solicitud para  que su mandante no deba ser investigado, como única manera de limitar sus responsabilidades políticas.




1 comentario:

  1. Potente el análisis, hermano, en momentos en que la sensación de derrota es peor que la derrota misma y no hay hilo para ningún balbuceo textual coherente, sólo la herida del quiebre.

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