domingo, 3 de diciembre de 2017

ARTE Y POLÍTICA: LA COYUNTURA DE 1957.


 Hace unos días escuché unos propósitos sorprendentes sobre las falencias en el trabajo de historia.  Es curioso, pero es una afirmación que ya formulé en el 2000 cuando armé la exposición en el MNBA, justamente para satisfacer una demanda de ese tipo; es decir, pensar que al formar un equipo de investigación curatorial  en el seno de una iniciativa museal, al menos resolvíamos la falencia del aparato universitario en este terreno.  Falencia endémica, por cierto, que  se arrastró durante toda la dictadura, al punto que toda la producción textual de dicho período fue realizada fuera de la universidad. Y así fue como se mantuvo la misma falencia a lo largo de la década del noventa,  que fue la fecha en que formé el equipo que contribuyó, más bien que mal, a montar la exposición que titulé “Historias de transferencia y densidad”. En efecto, ese era el sentido que tenía la mención al texto “El curador como productor de infraestructura”  en la columna anterior.  No hemos hecho más que vivir acarreando esa falencia que hoy día parece haber sido  descubierta.  Lo que hay que decir,  es que en este trabajo hay que saber distinguir lo que hay de historia y lo que hay de novela en los textos que vamos a considerar para dar cuenta de las complejidades  de la escena de arte.  Prefiero reproducir el chiste de que la historia queda a cargo del aparato universitario y que la novela es el único recurso que tenemos los independientes para hacer avanzar algunas hipótesis acerca de la verosimilitud que adquiere, bajo ciertas condiciones, el trabajo de escritura.

Sigo, entonces, con “la novela de Escámez”, que en 1957 pinta este mural en la Farmacia Maluje, que no es reconocido por la oficialidad del arte santiaguino,  manejada por lo  mejor que ese sistema local de arte puede exhibir: Luis Oyarzún.  Pensemos que los comunista cosmopolitas de filiación hispano-francesa todavía no logran copar los cargos de dirección de la escuela de bellas artes. Eso es algo que va a ocurrir ya a partir del regreso del viaje orgánico del Grupo Signo a Madrid, que tiene  lugar en 1962. Es decir, el ejercicio del poder efectivo en la Facultad de “la Chile” se realiza desde 1965 en adelante, de manera más precisa.  De modo que los conductores del sistema de arte chileno no son los comunistas, sino los restos de profesores post-impresionistas que dominan la Facultad en términos casi familiares.

Un tipo como Julio Escámez, que representa a los comunistas muralistas y nerudianos  tenía que enfrentar a dos grupos; a saber, los post-impresionistas  y los comunistas hispano-francófilos.  Pero eran grupos que operaban en Santiago. En Concepción, Escámez no tenía oposición, porque estaba “apañado” por el grupo de arquitectos que se habían instalado en la zona en ese momento y que todos ellos habían sido alumnos de Ventura Galván  en arquitectura  “de la Chile”.  Discúlpenme, pero he escrito de esto hasta el cansancio. No sé si es “historia falente”, pero de todos modos, intento señalar los términos en que se daba el conflicto  intra-comunista, al interior de la escena artística,  en la coyuntura de 1957.  Digamos que, toda la región de Concepción estaba afectada por el muralismo mexicano y que la propia universidad,  desde esos años,  que no era precisamente comunista, ponía en funcionamiento un aparato discursivo que apelaba a  la presencia de  “la América Morena”, a tal  punto que el mural de la Pinacoteca, en 1963,  lleva por título “Presencia de América Latina”.
Una  persona como Violeta Parra no hubiese tenido el efecto que tuvo si no hubiese estado en Concepción, habilitada por la universidad. Para eso le pasó una pieza en la Sociedad de Bellas Artes, que la propia universidad sostenía, para que allí abriera un museo del folklore.  De este modo, siempre, en Concepción,  ocupó un lugar de respeto y era admirada. Es fácil encontrar un indicio de todo esto. Tomemos, por ejemplo, la reproducción de la entrevista que le hace en 1962,  don Mario Céspedes, un brillante hombre de la radiofonía universitaria.  Está accesible en la red. Me lo advirtió, un día, emocionado, Juan Carlos Ramírez. En esa entrevista, ella habla de que está componiendo “El gavilán”. Y canta.  Estamos en 1962.

La imagen de Violeta Parra, como ya saben, aparece en el mural de Escámez. No es casual. Encarna una visión, si se quiere, ruralista, de la artes populares. No es la visión que tienen los comunistas hispano-francófilos de Santiago.  Pero estos últimos tiene el poder decisional y desplazan a los muralistas de la garantización político-académica, durante el movimiento de reforma. Un indicio de esta actitud es el despido de Tomás Lago de la dirección de Museo de Arte Popular Americano. Los reformistas lo castigan por  representar el discurso de ese comunismo  estético agrario, que está presente en el muralismo mexicano y que forma parte del imaginario de los artistas penquistas de 1957.  Es en ese contexto que estos artistas recuperan la cerámica de Quinchamalí como referente formal.

El mural de Escámez, entonces, representa el momento de mayor tensión en las relaciones entre arte y política en un momento de ascenso de la ideología social-cristiana, que le va a  arrebatar  estas banderas estéticas  y las  va a trasladar hacia Santiago, introduciendo esta cerámica en las costumbres del progresismo citadino de entre 1962 y 1964.  

Esto es lo que podría señalar como anticipación de mi ponencia del lunes 4 de diciembre, para contribuir al debate sobre los efectos de las prácticas curatoriales en el desarrollo de nuestro trabajo. Para poder sostener la hipótesis de la exposición del 2000, en el MNBA, tuve que montar la hipótesis de existencia de una escena local que había existido en oposición a la escena santiaguina, definida por el poder decisional de la Facultad  “de la Chile”,  que estaba experimentando un deslizamiento importante de poderes, en que los post-impresionistas pierden la partida y son reemplazados por los reformistas, de dominancia hispano-francófila.  





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