sábado, 27 de mayo de 2017

M É T O D O

Al verificar el método de trabajo de Colectivo MICH, no he podido dejar de pensar en dos antecedentes que me parecen claves para comprender la mecánica de las obras que se sitúan entre la forma administrativa del arte y la reforma de la dirección de  suministros para comunidades determinadas.

Forma y reforma, administración y suministros, son cuatro modalidades que operativizan la pulsión funcionaria,  satisfecha de cubrir un fondo, por un lado, y por otro, validan el “modo de presencia” de unos artistas que se “funden” en la vida cotidiana de una comunidad, para luego construir la distancia necesaria que legitima las acciones de borde que realizan, provocando una sobre carga simbólica en un formato que se retiene y detiene en el momento inmediatamente anterior al umbral instituyente, más allá del cual solo hay lugar para reconocer una acción social.  El arte se sitúa, siempre, “en espacio de acá”.  A condición, claro está, de encarnar la posición adecuada, entre mediador y facilitador, para cuya ejecución debe contar con la participación de un “interpretante”[1].

El interpretante era algo más que simple europeo que había logrado instalarse en las tierras del Gran Turco. Su rol iba a adquirir importancia en la medida que prestaría sus servicios a los viajeros recién obnubilados por la extrañeza de esta tierras,  en que  el sultán y sus habitantes  eran reacios  a recibir visitas  de otros súbditos: cristianos por añadiduras.  Pero una alianza entre el Gran Turco y el Rey Muy Cristiano  (Rey de Francia) permitieron el arribo de viajeros que fueron los primeros narradores del despotismo oriental. Sin embargo no es eso lo que atrojo mi atención, sino el hecho que el interpretante era algo mñas que un simple intérprete que ya sabía manejar los rudimentos de la lengua turca, sino que hablaba a los recién llegados en los términos que ellos deseaban escuchar.

Pongamos al artista en el rol del viajero y busquemos al interpretante de turno, que ya conoce los códigos de la institución y sabe cómo hay que actuar en consecuencia. Un trabajo colaborativo no puede dejar de considerar el estatuto del interpretante y debe cometerlo a una crítica polñitica severa, sin por ello dejar de contar con su concurso. Al fin y al cabo, es él quien debe mantener al artista de “este lado”, para que no abrigue la idea de tomar su lugar.  Ya que eso es lo que ocurre cuando, por ejemplo, artistas españoles, con dinero de la Cooperación de antes de la crisis, vienen a a Valparaíso para realizar unos re/make(s) de obras emblemñaticas que “habríamos olvidado” y que luego nos re/enseñarían con la ayuda de los interpretantes de oficio para la ocasión, que hacen de ello una profesión (gestor experto en La Alternativa).



¿De qué manera el Colectivo MICH se sustrae de esta fatalidad administrativa que determina las formas de presencia? Pongámoslo así: la administración es una fatalidad. YA saben a qué me refiero cuando el “espíritu del funcionariato” produce autosuficiencia para cumplir con metas internas del Servicio. Sobre todo, cuando las relaciones entre arte y comunidad tienen lugar en un afuera de este “servicio”; un afuera que se resta a los curioso criterios de “medición de  impacto”.

El valor de este proyecto reside  -entre otras cosas-, valga repetirlo,  en el hecho que en el interior del Servicio, las Residencias colaborativas configuran un programa del Departamento de Ciudadanía y no dependen del área de artes visuales. Lo primero tiene que ver con el desarrollo de las comunidades; mientras que lo segundo está subordinado al mito de la promoción de carrera.  Aún, así, asumido como  tal, satisface un “complejo (de) deseo” que ha mostrado su total ineficacia.

Regreso a lo que  ya denominé por   proximidad léxica,  instancia-comunidad.  Lo que importa reivindicar es el proceso y no el objeto logrado, destinado a ser colgado en las paredes de un centro de arte. El proceso exige otro tipo de visualidad. ¿Por qué no un soporte editorial?  Sin duda, esto afecta la naturaleza misma de la expositividad mural o espacial como noción dominante. Lo cierto es que este tipo de experiencias ha hecho estallar la noción de centro de arte.  Desde hace mucho.  Aún cuando los contingentes de la provincia aspiren a ser reconocidos  en los muros de Cerrillos o de Matucana 100[2].   Al final, todos muestran la hilacha.

Ya no es necesaria la existencia del memorial de la tardo-contemporaneidad dislocada. La  producción editorial sustituta supone el montaje de desplazamientos importantes en el terreno de la fisicalidad de las obras. En un país en que no hay centros de arte  -Cerrillos no es uno; solo lleva ese nombre-  , basta con disponer de una sala de reuniones, una buena cafetera, un notebook y una buena banda ancha.  

Pues bien: un arte de procesos es un arte “en que la producción de la experiencia vivida sólo tiene sentido cuando la obra –como proyecto estético- se somete a la necesidad de las circunstancias específicas de la comunidad”[3]. Se acabó, entonces, la necesidad de un centro de arte monumentalizado y se abrió la posibilidad de declrar como tal, toda experiencia  localizada en un lugar “fuera-del-arte”, en el sentido que no es posible  situarse  fuera del arte, sino a lo más, para  experimentar la percepción de un particular extrañamiento, en la compleja frontera que comparte con la vida cotidiana de las comunidades. Este es, propiamente, el fin del interpretante (funcionarizado por la burocracia del Servicio), y es el comienzo de una ficción de autonomía.










[1] Este es un neologismo que he retenido para distinguirlo de la figura del “intérprete”. Lo encontré en una lectura rápida de una tesis sobre los viajeros franceses en Turquía,  en el curso del siglo XVI, cuyo  título y nombre de autor no retuve.  La tesis estaba en la biblioteca de mis amigos, filósofos, André Pessel y Francine Markovitz, a quienes visité a fines de los años ochenta. Solo  tomé interés en el término,  motivado por la descripción de la figura de francés que había sido prisionero por piratas que lo habían vendido como esclavo. Este había logrado gozar de una cierta libertad y se empeñó en recibir a algunos viajeros que, excepcionalmente, atravesaban el imperio del Gran Turco. El recuerdo de este neologismo revela una particular utilidad a la hora de precisar el rol de los informantes, en un espacio no conocido por un recién llegado que desea obtener información sobre un espacio social en que la hostilidad  es la norma que define el tipo de su recepción. La construcción de hospitalidad es un proceso  complejo y contradictorio, que se revela de particular valor para precisar las relaciones actuales entre “arte y comunidades”, en la escena plástica chilena.

[2]  Al respecto, lo único que valía la pena en Matucana era la obra de Pia Michelle y de Francisco Bruna. Ya hablaré de esas obras  en otra columna.

[3] Acción Monumenta, MICH, Matilla, 2016.

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