lunes, 24 de abril de 2017

TRABAJOS EN CURSO

¿De cómo se hace una exposición? No es algo que yo le vaya a enseñar a nadie. Menos en la escena chilena, donde abundan los curadores express.  También hay historiadores que ilustran sus cursillos haciendo exposiciones. Sin dejar de mencionar aquellos que hacen exposiciones para blanquear operaciones especulativas, en sentido literal. 

Cuando hablo de cómo se hace una exposición hablo de otra cosa: de la exhibición de un diagrama de fuerzas; donde  ciertos conceptos prácticos son puestos en operación para poner en evidencia el funcionamiento de un dispositivo de producción de conocimiento. 

Si se toma en consideración las dos últimas exposiciones  en las que he participado como curador en Proyectos de Arte D21, lo que hay que retener es que el eje  en torno al que se anudan mis esfuerzos es la relación con la Palabra.  Es así como en la exposición de Francisca Aninat,  la búsqueda apuntaba a determinar el rol del vacío y del intervalo en la producción de palabra. En cambio, en la exposición que está armando Ingrid Wildi, la palabra de la transferencia técnica y discursiva es la base para la convención del territorio en paisaje económico y cultural.

Sin  embargo, en el reverso de este tipo de trabajo, se concreta  la preocupación  por las condiciones de producción de  las escenas locales. En este sentido, vengo de terminar un ensayo sobre la obra de Julio Escámez y cerrar el contrato para la publicación de un libro.  Ambas iniciativas ponen de relieve la escena penquista. Si bien, el libro fue escrito durante el trabajo realizado en Valparaíso, aborda cuestiones generales relativas al comportamiento de cualquier escena local. En cambio, el ensayo sobre Julio Escámez  reconstruye elementos institucionales locales que lograron definir un tipo de densidad cultural que definió el imaginario local durante décadas.

Debo señalar que en relación a lo anterior, hay un hecho que pasa a cumplir funciones significantes respecto de cómo se organiza un campo cultural en una escena determinada. Me refiero a la incidencia del viaje que el 20 de enero de 1957 realiza un grupo de artistas penquistas a las festividades de San Sebastián de Yumbel.  Hubo dos cosas en ese viaje que vale la pena recalcar: la pasión de arquitectos y artistas por la cerámica popular de Quinchamalí y el espectáculo de los fotógrafos de cajón que hacían retratos  colocando a los campesinos con sus mejores trajes delante de fondos de tela pintados.  Hay que poner atención a la fecha. Es decir, diez años después de la fundación del museo de Tomás Lago y de la aparición en Revista de Arte de sendos artículos que abordan el interés académico por las artes populares. (Lo menciono porque al parecer esta relación pareciera ser  una invención actual, por lo que da a entender  el Museo MAPA.  Esta relación forma parte de una antigua tradición comunista chilena, que el viaje de 1957 a Yumbel no es más que un incidente más que significativo).

Aquello sobre lo cual Dittborn hace un caballo de batalla, ya era una práctica corriente sobre el trato de la fotografía con las clases sub-alternas, a juzgar por las fotografías que ya había realizado Antonio Quintana acerca del tema.  De hecho, hablé de eso a propósito de la exposición que curó Gonzalo Leiva en el CCPLM. Había una foto de Quintana que reproducía esa escena y que, si mal no recuerdo, era de fecha cercana a la del viaje a Yumbel.

Lo cual me hizo recordar una polémica que se abre a propósito de las relaciones entre Memoria e Historia.  Es tal la necesidad de mitología que el trabajo de  Memoria  termina en manos de agentes  preocupados en proporcionar insumos simbólicos para levantar monumentos adecuados,  en épocas de crisis de sus referentes políticos.  Es lo que sucede con las inflaciones curatoriales a propósito del edificio del GAM, ex Diego Portales, ex Gabriela Mistral, ex UNCTAD III, respecto de convertirlo en el momento más avanzado de la Integración de las Artes bajo la Unidad Popular.  También, en épocas de crisis referencial, el recurso al allendismo como ideología encubridora tiene sus ventajas, sobre todo en capas  sociales de un tipo de crítica  en busca de apurado reconocimiento local.

La última operación de este tipo tiene que ver con la violación que experimenta el MNBA con la exposición de cuatro premios nacionales. Como he dicho, no basta con que sean premios nacionales para justificar una exposición. Si tan solo fuera por eso, no es suficiente. Sin embargo, son premios nacionales en que tres de los cuáles  fueron docentes de “la Chile” de antes, con la salvedad de que ninguno de ellos fue re/incorporado.  Este es el propósito de la curadora, Inés Ortega.  Señalar el fin de una época, recurriendo a la serie de Balmes, Santo Domingo, realizada en 1965.  Sin embargo, la exposición de las obras de Núñez, de esa misma época, exhibidas en la exposición de Soledad García y Daniela Berger en el MSSA hace un año atrás ya sentaron un precedente para abordar las abismantes diferencias entre uno y otro.  Pero lo grave no es tanto eso,  que tiene arreglo discursivo, sino que  debe compartir  su responsabilidad con un productor-galerista  que parece más empeñado en legitimar obras para hacer caja de manera rápida, que en sostener un trabajo curatorial serio y responsable. 




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