jueves, 9 de marzo de 2017

LA CARACTERIZACIÓN DE LA F®ASE.



(“Mi problema es el siguiente: nosotros, la izquierda, aún no disponemos de una buena teoría sobre lo que fue el estalinismo”. Slavoj Zizek, El País, Madrid, Entrevista, 25 de marzo 2006)


En mi columna Política y xilografía  -publicada  en el sitio web de Radio Bío-Bío-  sostuve en los párrafos finales que la señora Presidenta, al solicitar  “dejar atrás las peleas pequeñas”,  pone de manifiesto el malestar  que todo  militante esgrime cuando es enfrentado a una situación discursiva que no es de su conveniencia.

Sin embargo,  en el caso de la Presidenta, el ejercicio de su indolencia  comparte un mismo estilo con la lengua-de-madera de los comunistas.  La pequeñez a la que alude es a la  imposibilidad de hacer manifiesta su propia posición sobre la caracterización de la revolución cubana.  

De este modo, lo que hace es eludir el problema ético y político real que ya tuvo que enfrentar la izquierda durante la Unidad Popular, cuando se proyectó en Chile el film de Costa-Gavras, La confesión.   Tuvo que venir el propio cineasta, invitado por Augusto Olivares, para que le  explicara al Presidente Allende el guión de una película cuya proyección estaba amenazada. Costa-Gavras  menciona en una conversación con Victor Hugo de la Fuente y publicada en www.medelu.org el 13 de septiembre del 2013, que había muchos sectores que no deseaban que la película fuese proyectada. 

En pocas palabras, está diciendo que los comunistas se oponían a su distribución, porque proporciona armas al enemigo.   La alianza  formada por el PDC y el PN, lo único que querían es que la película se distribuyera. Dirigentes de la Unidad Popular, más “abiertos” y menos “paranoicos”, advierten la inconveniencia de la película del “compañero Costa-Gavras” en la coyuntura, pero no se puede ir en contra de la  historia.  De hecho, es el propio guionista, Jorge Semprún, el que responde a esta objeción. Los que le entregan armas al enemigo son los propios responsables de los juicios stalinistas, responsables de que el mundo haya asociado el socialismo con la represión política y el terror.  De hecho, es en esos años, que para contrarrestar el totalitarismo estructural de la teoría leninista de partido, que en “occidente” se comienza a usar el eufemismo “socialismo de rostro humano”, porque era evidente que el que se conocía era inhumano.

La izquierda no tenían el rigor intelectual para producir en sus propias filas la claridad de Semprún.  De ahí que, en esa coyuntura de 1971,  pensara que abordar esos temas –el proceso de Slansky, por ejemplo- era una “pelea pequeña”.  Las palabras actuales de la señora Presidenta adquieren un valor retroactivo, porque termina justificando la propia posición de los comunistas de 1971,  en relación a  La Confesión.  En una línea diferente, pero igualmente compleja,  no hay que olvidar el conflicto que significó en Quimantú la publicación de Historia de la revolución rusa de León Trotsky.  El diputado Boric, que estaba leyendo a Isaac Deutscher, debiera estudiar este episodio  de la lucha ideológica. 

Era evidente que hubo dos construcciones literarias que marcaron mi  des/afección  de la gran memoria del  movimiento comunista internacional. Esas obras fueron, primero, Humanismo y Terror, de Maurice Merleau-Ponty; y luego, Un día en la vida de Ivan Denisovich, de Solnyenitsin. Pero sobre todo, el texto de Merleau-Ponty, junto al de Arthur Koestler, El cero y el infinito, que circulaba entre nosotros, en primer año de universidad.  Menciono estos libros porque señalan la estructura paranoica sobre la que se montó el poder el Partido por sobre el poder del Estado. Al punto que toda lectura del ¿Qué Hacer? de Lenin se transformó en la lectura de un monumento  ejemplar a la impostura literaria, con efecto político concreto, mucho antes de abandonar el “destacamento proletario”. 

(Otra cosa es que ni los artistas con los que trabajé a mediados de los ochenta,  como Dáiz, ni mis editores de mediados del dos mil,  como Metales Pesados, se hayan enterado).

Lo que  ocurrió con La Confesión,  en el Santiago de Chile de 1971, fue una imposibilidad de hablar y debatir sobre la caracterización del régimen soviético, por ejemplo, y sus efectos en la preeminencia ontológica de la categoría de partido.  Para mis compañeros, esa no era una cuestión que estuviese a la orden del día.  ¿Y quien definía qué estaba a la orden del día?  Seguramente, el guatón Correa y Ambrosio.

Costa-Gavras  se reunió con Allende y fue entonces que decidió rodar Estado de Sitio en Chile. Esto vendría a ser la consecuencia de lo que ya Augusto Olivares había iniciado con Operación Verdad; es decir,  levantar una línea de trabajo internacional en comunicaciones.  Esta es la “verdad de la operación”, para parodiar a gente de la UDP.  Sin embargo, ni la propia Unidad Popular podía realizar su propia “operación verdad”.  Una vez iniciado el rodaje de la película, al tercer día, no se presentaron los actores comunistas.  Es muy probable que no hayan estado de acuerdo con el guión, que hacía el relato de una acción de los Tupamaros. Es decir, se le atribuía al film la defensa de la “teoría del foco”, adaptada a la realidad de la lucha  urbana.  Costa-Gavras  pensó en un momento  filmar en un país limítrofe, pero al final, terminó la película en Chile, meses antes del golpe militar.

Respecto de estas cuestiones, siempre  encontramos a los dirigentes  habilitados para fustigarnos con el argumento de valorizar las Grandes Peleas por sobre las “pequeñas peleas”.   El comité-central como significante político definía lo que era una Gran Pelea, y como me decía un compañero de dirección, “no necesitas más información que la requerida para realizar el trabajo en tu frente”.    Había un chiste teórico, sobre el poder de la categoría orgánica, en que a propósito de los textos de Althusser, la distinción entre ciencia e ideología se iba a decidir en el seno del comité-central del partido comunista francés.

Para definir el criterio articulador de la lectura de la fase, que permitía acceder a la interpretación del período y a la consecuente determinación de las etapas de la revolución chilena,  el comité debía –siempre- remitirse a la sobredeterminación de una sagrada escritura. Desde ahí se podía entender el valor crucial de Lenin cuando oculto en el barrio obrero de Viborg,  escribía a los miembros del ejecutivo: “ya es hora”.  Nunca antes la escritura estuvo tan cerca de la silueta sombría de la acción de las masas.

Nunca antes la lengua-de-madera de los actuales dirigentes del Gobierno y de la coalición gobernante, han estado más lejos de la posibilidad de caracterizar su propia f®ase.







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