miércoles, 1 de febrero de 2017

CERRILLOS (3)



He iniciado esta entrega sosteniendo que los escritores de textos redactan sus tareas sin considerar el montaje; es decir,  sin ajustarse a cómo fue exhibido lo que se dijo que iba a ser considerado. De tal manera, los textos remiten a la memoria anticipada del proyecto, aunque no de la exposición. Por eso, de ésta nadie puede hablar.  Es decir, nadie puede reparar en que la pintura NO de Balmes (1971) fue colgada de modo que enfrentara el “gran mural” de Dittborn, probablemente concebido para esta exposición, o bien, reajustado para este sitio de regreso de alguna (otra) exhibición, como lo registraría el itinerario declarado en los sobres. Lo que importa, no solo es el pliegue, sino el registro de sus despliegues. Lo cual se redimensiona en su “percepción visual” si recordamos que a su costado derecho fue montada una pieza magistral de Carolina Ruff, que transforma las condiciones de visibilidad de la propia pieza de Dittborn.



Una vez,  cuando yo era curador en una bienal extranjera, una artista me solicitó mover la obra de otra  porque su cercanía le hacía daño a la suya. Yo pensaba que se potenciaban y formaban un bloque formal decisivo. En este caso, el curador de Cerrillos tiene que haber pensado en el bloque formal que representaba esta juntura angular que se da a conocer como fragmento de zona, al reunir la contigüidad de las obras de Dittborn y Carolina Ruff.  Este aspecto no es recogido por nadie.



Sin embargo, me parece decisivo, porque nunca había visto una situación en la que la pieza de una artista le hiciera problema a Dittborn con su contigüidad.  Lo cual sería un logro del curador, en detrimento de Dittborn.   Que además, ha sido dispuesto frente a Balmes, lo cual no deja de ser en extremo problemático, porque confunde los términos en que se han planteado algunas genealogías formales. Pero eso se lo tendrá que explicar el curador, al propio Dittborn, si es  (todavía) celoso en la  cautela de sus intereses expositivos.

En una exposición, las obras se ponen en tensión o se despotencian por las obras que tienen  a su lado.   La rostroeidad de fachada en Dittborn resulta “puesta en tensión” por la fachadización  de la superficie vestimentaria, que condensa en los maniquíes situados “delante” de las fotografías, una rostroeidad de segundo orden, en que la función de camuflaje se disuelve mediante una ficción mimética por la que logra poner a distancia  la representación del cuerpo, en una aparente voluntad de dislocación del sujeto, que en una primera instancia apela a su condición de mujer completamente fundida con su entorno, invisibilizada para la historia del arte.

Frente a la seminalidad de la  mancha dittborniana como origen y destino determinante de la Santa Faz  reconocida como el significante cristiano que la sostiene, Carolina Ruff acude a la estrategia de la histeria minimalizada por la retención, cuestionando los parámetros convencionales que sirven para establecer fronteras entre la realidad y la ilusión. Todo lo cual, no lo hubiese pensado si no me enfrento a este montaje y si no  hubiese adquirido en saldos, en una librería céntrica, el pequeño libro –Camuflajes- de Maité Mendez Baiges, publicado por Siruela.  Recuerdo, de todos modos, que a mediados de los ochenta, para hacer un poco de caja, imprimió unos trabajos que tituló Kamuflaje v/s Kosmética.  Y que en esa misma época, en su proverbial envío a Sidney, dispuso un objeto antropomórfico de unas dimensiones  considerables para la época, “delante” del cuadro.  De seguro reclamará derechos de autoría ante una iniciativa análoga.

Sin embargo, no se entiende en qué medida las obras de Dittborn y Carolina Ruff, aparte de ser “buenas piezas”, ponen de manifiesto la premisa de la imagen llamada palabra, a condición –claro está-  que esta última “brille por su ausencia” determinante.


En esta misma sala, en el ángulo enfrentado al que ya han constituido la contigüidad de las obras recién mencionadas, el público tuvo que enfrentar un nuevo “hallazgo” del curador, “confeccionado” por la pintura NO de Balmes y las dos obras visuales de formato mayor, de Juan Luis Martínez.  Ante tal juntura no queda más que elaborar una hipótesis laxa acerca de la proximidad temporal de ambas obras. De seguro, no es suficiente, sobre todo si se distancian en su factura por casi una década y las coyunturas artísticas obligan a reformular las ideas sobre los problemas que definían la visibilidad de la escena; más aún, cuando la proximidad traslada desde Balmes una función impuesta por analogía a la obra de Juan Luis Martínez, como si la poética visual  de éste último tuviese algún tipo de parentesco con la poética muralista de Balmes,  que declaró haber pintado NO como un homenaje a la “fase letrista” de la BRP.  No me imagino cómo De Nordenflycht, que es un especialista en Juan Luis Martínez, habilita esta juntura angular destinada a remover la interpretabilidad de la fase.  Es probable que lo haga en el “catálogo”; pero como he dicho, los textos nunca hablan de la exposición-como quedó. 

Es muy probable que el curador haya querido producir nuevas condiciones de visibilidad explosiva a esta obra manifiesta letrista de Balmes, para reducirlo  como dependiente de una poética visual que le tomaría prestada a los poetas (sic), como es el caso de esta obra de Juan Luis Martínez en que los objetos de baja intensidad son intercambiables imaginariamente con signos lingüísticos. Todo es posible.

En esta misma medida, me detengo en el enfrentamiento mural  entre Balmes y Dittborn; en que se produce una inversión material de gran efecto simbólico, porque el `primero exhibe en 1971 su letrismo plano y stencilero (¡de anticipación dittborniana!) y el segundo no inhibe el manchismo de la “escena originaria” (¡de procedencia propiamente balmesiana!), a más de cuarenta años de distancia. Pero como se sabe, en el inconsciente no existe la temporalidad.  De modo que el curador ha logrado poner a Dittborn en la filiación dependiente de Balmes, y ha convertido a la pintura NO en LA PINTURA DECISIVA DE ESTA EXPOSICIÓN.

En términos estrictos, esta sala podría ser llamada “la sala de la cuarentena”, sin olvidar un detalle, por lo demás, inquietante; a saber, la pieza de Juan Pablo Langlois Vicuña, que he denominado fraternalmente “el Nam-Jun-Paik de pobre”.  Aunque de todos modos la noción de cuarentena habría que tomarla en su acepción sanitaria, para designar medidas que deben impedir las contaminaciones. Y aquí ocurre todo lo contrario: todo está dispuesto (montado) para ser contaminado.  Esa puede ser una toma de partido curatorial legítima, pero me pregunto si los artistas totémicos están satisfechos con estos cruces.  Más aún, cuando la pieza de Langlois es virtualmente poco conocida  y ha sido recuperada para  “infractar” a Balmes y Dittborn, en dos terrenos: el de la letraset y el papel de diario.

Dittborn había instalado la primacía de la letraset en la factura de la hipótesis de la letra que figura, justamente, en un video, si no me equivoco, perteneciente a la saga de las “historias de la física”, en que éste se inicia con una secuencia de traspaso de letra.  ¿No habría sido éste un buen ejemplo ilustrativo de la preeminencia  letrista puesta en juego por el curador?  En cambio, favorece a un artista que hace el traspaso  encima de  la pantalla y no sobre la materialidad eléctrica del soporte. Esto se explica porque el curador no entiende nada de nada acerca del “video arte chileno de los orígenes”, porque su conocimiento acelerado proviene de internet, donde navega sin tener criterio de articulación histórica y  gracias a lo cual “pega-todo-con-todo” sin respetar jerarquías conceptuales ni formales.



Se entiende que la clave de todo es la palabra traspaso. El letraset viene a ser un significante tecnológico del traspaso, cuando es la dialéctica  de éste la que explica las condiciones de la transferencia artística puesta en forma por el propio Dittborn en 1981, en la foto que resume su envío a la Bienal de Paris, en que pinta sobre la zona de las costillas de un caballo, la siguiente frase, con pintura negra: “a caballo regalado no se le mira el diente”.  Otro antecedente que debió haber estado, en esta exposición, de imagen de la palabra distintiva para un arte locuaz que domina la dinámica del eco.  Pero como he dicho, no se analiza una exposición a partir de lo que le falta. Solo menciono las oportunidades desatendidas por la arbitrariedad de un curador que no estudia con rigor la historia de las determinaciones que lo condujeron, a él mismo, a ocupar el lugar del justiciero de las obras de los artistas que  consideró como sus principales garantizadores para montar este proyecto de centro de arte sobre cuya plataforma  de desarrollo no ha escrito una sola palabra, faltando gravemente a la letra de su contrato.  

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