martes, 7 de junio de 2016

UNA CONTRIBUCIÓN PARA LA MESA REDONDA DEL 11 DE JUNIO (2)


Los cajones manzaneros de antes eran lo suficientemente grandes como para ser convertidos en cunas temporales para niños recién nacidos.   Una artista que asistió  en 1971  a Gracia Barrios en la confección de la pintura de trapo, que luego fue colgada en la decoración del edificio de la UNCTAD III, dejaba a su hijo recién nacido en un cajón manzanero, en medio del taller.  El cajón reemplazaba por un rato al “moisés” de fibra vegetal,  usado frecuentemente por la juventud “progre” de la época.   Este último era un objeto cotidiano ligado a una cierta ruralidad, que pasaba a poblar el ambiente de interiores de una espacio pequeño-burgués ilustrado, sobre todo de proveniencia católica. Por eso, la fijación en trasladar al infante en una cesta que remitía al “rescatado de las aguas”. 

Entonces, hacer de un cajón manzanero una cuna hechiza era una respuesta desde un “comunismo estético de pobre”, porque la lucha en el terreno de los signos se desarrollaba sin cuartel.  La cestería de referencia mosaica, como digo, era católica progresista, mientras que los cajones de manzana remitían al comercio urbano de frutas, que se realizaba en los grandes centros de distribución (La Vega). 

Cuando Duclos repara en el cajón de Inchalam se refiere a un tipo de materialidad carpintera, católicamente determinada por la figura de San José Obrero.  Pero entre la confección de la pintura de trapo y el trabajo objetual de Duclos ya habían pasado diez años.  El infante que lanzaba sus primeros balbuceos acostado en la cuna  hechiza fue recuperado, no ya de las aguas, sino de la catástrofe de 1973. El cajón de manzanas se convirtió en el anuncio de lo que vendría: pequeños sarcófagos que contendrían  una (cierta) cantidad de huesos  humanos encontrados.


Pero sobre todo, porque en el ambiente del Campus Lo Contador, la marca Inchalam hacía referencia a un espacio ecuménico perdido, que coincide con la toma de la Universidad Católica realizada por los estudiantes reformistas en agosto de 1967. Hay que recordar que  Salvatore Adamo compone y registra la canción Inch Allah a mediados de 1966, un año antes de las guerra de los Seis Días.  Lo que importa aquí es hacer referencia a un espíritu de recuperación católica de un tipo de ecumenismo que se traducía en una política real. En 1981, Duclos reproduce el efecto “après-coup” del título de esa canción, que refiere una socialidad perdida, que ha sido “encajonada”. 

Lo que sin embargo sorprende es el (d)efecto lenguajero de otras denominaciones que emplean las homofonías parciales con la palabra hinches, referido a un sistema de medidas anglo-sajón, como amenaza a la mediterraneidad de los referentes de arte povera que Duclos va a reproducir.  Las hinches  hacen relucir un espacio más bien ligado a la metal-mecánica. Duclos permanece en el universo bíblico de la carpintería, respecto del cual, la xilografía no es mas que un significante material que anticipa la Ley Escrita en la que está consignado el Derecho a la Vivienda.  Justamente, lo que se ha perdido, ha sido ese Derecho. El xilógrafo adquiere un estatuto de san-josé-obrero,  que se conecta  con las obras de  los poetas-xilógrafos chinos  que son miembros del partido comunista,  masacrados por las tropas del Kuomintang en Shanghai, en 1927.   

Los poetas, al ser asediados por los nacionalistas, quedan “cortados” de las masas. Para no perder  la continuidad de la “política de masas”, se convierten en xilógrafos. Es tal la amenaza simbólica que  llegan a representar, que si eran tomados prisioneros eran fusilados de inmediato, ¡por xilógrafos! 

Duclos opera como un xilógrafo chino invirtiendo los roles. Si éstos últimos se “picto(xilo)grafizan” para “regresar” del Verbo, el primero le devuelve al Verbo su Figurabilidad, traspasando sobre el cartel la  expresividad regulada de la letra. No lo “ilustra”, sino que lo corporaliza –digamos, “eucarísticamente”-.  Para eso, pondrá atención: el cajón de clavos.  No deja de ser una relación directa a los clavos del  Cristo Crucificado en el madero.  Los clavos que faltan en el cajón han sido distribuidos como tantas fijaciones posibles, dependientes de la disposición de las tablas de madera en los castillos de las barracas, que multiplica las crucifixiones de todos quienes han sido cortados de sus referencias filiales: el árbol que mi padre plantó  frente a la puerta  (N. Parra) ha sido cortado, interrumpiendo el hilo de la historia.



En la nota al pie de página en la columna anterior he mencionado el cajón de Leppe, usado en su performance Cuerpo Correccional (1981).  En este cajón no hay referencia alguna a la xilografía ni a los comunistas chinos, sino a los cajones de garajes de fortuna, en que se guardan las piezas inútiles de ciertas máquinas. Son cajones que reciben las manchas del aceite quemado de auto o la grasa que portan todavía las piezas defectuosas de un motor en reparación.  Ese cajón recoge los restos de un televisor Bolocco. Usé la palabra “desguase”, como si se tratara de un navío en estado de desmantelamiento.  En términos estrictos, la flotabilidad del funcionamiento define la pertinencia de su posición como una nueva caja de resonancia del imaginario local. Hasta es momento lo había sido la radiotelefonía.  Pero la industria de la imagen define la figurabilidad de Chile y su tecnología pasa a ser homologada al sistema del grabado clásico. Esto nos imponía una interpretación según la cual, el aparato del grabado, en el siglo XV, era considerado como el medio de comunicación de masas por excelencia. Lo cual no deja de presentar algunos problemas de interpretación historiográfica, aunque sin embargo nadie iba a poner en duda la afirmación de Leppe, porque éste proclamaba la vigencia elocuente de una adecuación mecánica entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las tecnologías  de producción de la imagen, en cuyo seno las prácticas artísticas debían jugar un rol de vanguardia. Cuestión que estaba lejos de ocurrir, sino hasta cuando las conquistas formales de la “escena de avanzada” se convirtieron en el sentido común imaginal de la Campaña del NO.  Entre 1981 y 1988 había pasado tal cantidad de agua por las bateas del grabado, que las obras referenciales ya habían sido suficientemente lavadas hasta perder toda  la fuerza de que disponían. 



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