jueves, 23 de junio de 2016

ESPACIOS AUTÓNOMOS DE TRANSFERENCIA


La hipótesis de trabajo sobre la existencia de “artistas en proceso” supone que sea disuelta la existencia del/de la estudiante de arte.  Si los profesores, en su gran mayoría, transmiten  como saber posible un abigarrado inventario de frustraciones, los estudiantes no lo hacen mejor en sus pretensiones, como expresión máxima de una perversidad-polimorfa  destinada a justificarlos como unos abandonados primordiales.  ¡Por favor!

Los primeros responsables de la crisis son los estudiantes, porque definen los términos  necesarios  para la existencia de profesores diplomados en maltrato, que deben cumplir la exigencia ya determinada de ser Tíos Permanentes.  Pero a su vez, los estudiantes son “apapachados” por padres culposos que no saben qué hacer con un hijo que profundiza en sus malas decisiones.  Estudiar arte es de las peores decisiones que se pueda tomar. Es prolongar por cuatro o cinco años la extorsión familiar. 

A lo anterior  se agrega la disposición que tienen los propios estudiantes para prestarse a operaciones de amedrentamiento de sus propios docentes,  poniendo en curso una deslealtad  que pronto se convertirá en paradigma relacional.  Por otra parte, ante  la menor exigencia de trabajo, reclaman por derechos, olvidando sus deberes mínimos.

Los estudiantes son entidades proto-fascistas que  expresan sin filtro  una viva indisposición cuando no escuchan lo que vienen a confirmar en clases: un complejo de prejuicios.  Un buen profesor será reconocido como tal si desarrolla unas grandes habilidades de gobernanza; es decir, de negociación  aparente, con las aptitudes autoritarias blandas  del  “cura choro”, manteniendo  la actitud de un “padre populista” que debe administrar los efectos de inconsistencia de los que llamará “críos”.  Lo cual convierte a una escuela de arte  en un lugar cuasi-sustituto de un centro del SENAME, con todas las ineptitudes que ello acarrea.

La crisis  endémica del arte chileno se reproduce gracias a la permanencia de este modelo de  estudiante-nuevo cliente que  considera que sus profesores son unos mozos que  deben satisfacerlos a la carta.  Los estudiantes  se fortalece gracias a la subordinación simbólica de los propios profesores, porque estos son víctimas del control social a través de contratos precarios. Fin. 

Todos los esfuerzos de dirigentes gremiales por realizar encuentros sobre el futuro desconcertante de la pedagogía universitaria,  solo piensan en medidas administrativas de ordenamiento de recursos y  en montar  ficciones de acreditación  académica,  sin asumir responsabilidades en el derrumbe de la didáctica-depresiva.

Al fin y al cabo, mantener catorce escuelas de arte en el país  implica una desproporción de la que los docentes ya no pueden lavarse las manos. Frente a la precariedad laboral, la mejor respuesta es la ética de la obra.  Basta una caja de lápices de colores y unas hojas de cuaderno escolar. Miren los dibujos que Matta hizo en los años 38-41.  Estudien los dibujos de Victor Brauner. Estaba preso  durante la guerra y tenía restricciones de papel y de lápiz.  Se las arreglaba para hacer obra en condiciones anticipadamente “oulipianas”.   O este otro artista, cuyo nombre dejaré en reserva, que postulaba que su propia vida debía ser “formalizada” como un proyecto ético de arte. 

Ahora: ¿qué se le puede pedir a un estudiante chileno, cuya definición es la de ser un agente de la ley del menor esfuerzo, portador de una consciencia inmediata sobre los alcances de su calculada ingenuidad e ignorancia?  ¿Qué se le puede pedir a profesores de contrato precario que deben satisfacer, por un lado,  la ficción empresarial de sus universidades, y por otro, el síndrome abandónico de una generación de Peter Panes que operan como “sobrinos”?

El “artista en proceso” es un joven autónomo que tiene la consciencia de que todo avance depende de su propia decisión y de su propio esfuerzo. Hay un asunto muy importante: el esfuerzo, la pasión, la persistencia.  Es un joven que sabe reconocer filiaciones y que respeta  la lógica interna de las transferencias. Pero supone la existencia de una red de transmisores de experiencia –artistas- que los reconozcan como sujetos en proceso. Esta red exige de parte de estos artistas una ética de la transferencia que supere el curricularismo de los consejos de escuela, verdaderos crisoles de la mediocridad universitaria ambiental. 

En las artes visuales, lo que define la condición del sujeto es el reconocimiento de los otros sujetos.  No hay que dejar que las escuelas  sostengan el monopolio de la empresa de reconocimiento, porque éstas viven de una delegación de poderes que se ha vuelto impropia.  Los artistas deben asegurar condiciones de transferencia directa,  montando sus propios lugares de enunciación.  Hay que tener cuidado en armar escuelas sustitutas. No se trata de eso: sino de montar espacios afirmativos que permitan la transferencia bajo condiciones de responsabilidad mutua. Hay un artista que sabe y que transfiere a otro, artista en proceso, un conjunto de habilidades  discursivas y materiales. La clave está en la calidad de la transferencia. No se requiere de escuelas, sino de espacios autónomos de transferencia.

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