martes, 10 de mayo de 2016

HISTORIAS DE HILO E HISTORIAS DE CORTE


Escribir sobre trabajos de arte construidos a partir del modelo de patrones de corte y confección me obliga a realizar algunas precisiones. Hace muchísimos años hice una distinción, que a mi parecer resulta muy útil para distinguir productividades, entre  historias de hilo e historias de corte. El último texto escrito sobre estas últimas se remite al homenaje al último sastre de la subida Almirante Montt en Valparaíso. En ese lugar, Jo Muñoz realizó un  decisivo  ensayo-video sobre las condiciones de corte en los relatos locales. 

Hace unos meses recibí la visita de una investigadora argentina, que escribía sobre la práctica curatorial de Marcelo E. Pacheco.  Recordé, entonces, que con Marcelo pensamos hacer una curatoría y un libro sobre los artistas de corte y confección en el continente. Íbamos a comenzar con  Mario Soro y Nury González para terminar en Leonilson, sin dejar de pasar por Feliciano Centurión y Juan Lecuona y los efectos de la gráfica del  pattern en la pintura. 

Recuerdo, en particular, unas pinturas de  este último, con un texto de Irma Arestizábal.   Y de Feliciano,  artista paraguayo residente en Buenos Aires, ¡ese gran tigre bordado sobre frazada militar!  ¿Era, en verdad, un tigre?  Lo inventé, probablemente.  Quizás, determinado por la obra más reciente de otro artista,  Joaquín Sánchez, también paraguayo, pero residente en La Paz (Bolivia).

Estarían allí los bordadores y los sastres. Los corazones bordados y las tácticas gráficas provenientes de la cultura del ñandutí.  Pero más que nada, aquellos artistas que tomaban en riesgo las ensoñaciones del bordado, más acá del bordado. En ese sentido, la presencia de Leonilson era totalmente necesaria; aunque también, los trabajos de Rosanna Palazian que conocí en la primera bienal del Mercosur: una serie de  pequeños calzoncillos de niños, con la historia de una violación y de un asesinato de niños. Cada calzón de niño era soporte de una viñeta ilustrada con  los momentos del crimen,  cada uno de ellos “relatados”   con un  bordado grosero de principiante.   

Esa era la época en que Jean Lancri –el profesor de La Sorbonne amigo de José Balmes-  vino a Chile  e interpretó el trabajo de los “trapitos” bordados a partir de la tragedia de Filómela.  Jean Lancri, en verdad, había sido enviado en misión especial por el rector de su universidad para verificar  la “salud pública” de José Balmes. Algo que ni siquiera los profesores de su universidad  fueron capaces de hacer.  Balmes jamás fue reincorporado.  El hilo  de esa historia fue cortado.

Bien.  Nunca llevamos a cabo este proyecto con Marcelo E. Pacheco.  Aunque hay proyectos que tienen el valor de haber sido formulados y que presentan las primeras hipótesis como formas de análisis de obras y de contextos. Esto era algo muy similar, lo entendí después, a lo que Martin Crosa había hecho con lo que él mismo llamó “escuelismo”.

Sigo el trabajo de algunas artistas que provienen de dicha distinción y que en la actualidad operan desde el recorte y el corte de historias de hilo y de patrones. Quedó en mi memoria el efecto de obra de  Paula Rojas, cuyo trabajo presenté en la misma primera bienal ya citada. Entonces, ahora, no hago más que recuperar el hilo de historias  antiguas de artistas que han persistido en sus voluntades de construir una obra reconocible y reconocida por su sujeción a las formas del vestuario como  resoluciones altamente estructuradas del sudario. 

Días atrás, le  relaté  a Andrea Goic  un particular recuerdo de infancia, mientras grabábamos unas conversaciones con Marcelo Mellado. Este  se refería a una escena que había tenido lugar en el puerto de San Vicente.  A un mes exacto del deceso de nuestro padre, recordamos con  mi hermano esta incidencia que consistió en la visita  que hiciera con toda la familia a la casa de los padres de un asistente  suyo,  en el Departamento de Mantención de la Universidad de Concepción.

El padre de su asistente era buzo y trabajaba en las faenas del puerto. Nunca habíamos  conocido a un buzo. Pero  tampoco habíamos visto de cerca un traje de buzo, puesto a secar, en posición invertida sobre un bastidor, con su escafandra  sobre un gran taburete.   ¡Era una visita a nuestro primer  gabinete de curiosidades!  Aunque no es  efectivo. El primer gabinete de curiosidades al que tuvimos acceso fue ¡el Museo Hualpén!

Entonces, después del almuerzo fuimos a caminar por los cerros de San Vicente y visitamos unas antiguas fortificaciones donde alguna vez estuvieron emplazadas unas piezas de artillería. Pero justo cerca de ellas, bajando por una loma, llegamos al borde de un acantilado donde encontramos emplazado un cementerio sin muertos. Así por lo menos  (nos) fue nombrado. Nos acercamos  peligrosamente al borde y nos dimos cuenta que todas las cruces miraban hacia el mar.  A su vez, cada cruz encabezaba un pequeño recinto  que coincidía con el tamaño de un ataúd. 

¿De que tamaño era el ataúd? ¿Era la urna de un niño? ¿Por qué le llamaban el- cementerio-sin-muertos?  La razón era muy simple y cuando escuché el relato me pareció que era la cosa más impresionante que había escuchado en toda mi vida.  Hasta allí llevaban a enterrar las urnas que contenían los trajes domingueros de  los pescadores  que habían naufragado y que el mar no había devuelto sus cuerpos. En la poética de nuestra infancia, este fue sin duda un momento de relevancia mayor, porque nos introdujo en la política de sustitución de los cuerpos. 

Cuando un pescador desaparecía en el mar y su cuerpo no era encontrado,  toda la caleta   realizaba un velatorio.  Sus familiares  exponían su mejor traje sobre la mesa del comedor y se le cantaba la noche entera.  Al día siguiente, se doblaba el traje y se lo introducía en la urna, que era transportada por sus deudos hasta este cementerio, al borde del acantilado.  Vi una foto, años más tarde. La había  encontrado Cristián Silva en una portada de revista VEA y la había utilizado en un trabajo suyo.  Pero después, encontré un relato sobre  esta práctica funeraria en la novela póstuma de José Donoso, El mocho.  Ciertamente, a un mes del fallecimiento de nuestro padre, estábamos permeables para que vinieran en nuestro auxilio este tipo de recuerdos, en que un traje aparece como el sustituto de un cuerpo.  Sin lugar a dudas era la puesta de manifiesto de un cuerpo faltante.  El traje no es más que la puesta en condición de las historias que operan como  ejercicio de corte y confección.


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