viernes, 1 de abril de 2016

ALBUM DE CHILE (2).


Las curatorías realizadas por académicos suelen ser extensiones de la matriculosis que afecta a las instituciones. Es decir, operaciones de relaciones públicas. En este sentido,  es dable pensar que Album de Chile es coherente en su corrección política con los objetivos que el Instituto de Estética  (PUC) se propone alcanzar, para hacer lo que toda entidad académica debe realizar para producir  la ilusión de investigación.

Los coloquios son una excusa para mantener las formas, y de paso, legitimar y garantizar un sentido común respecto de  un objeto determinado; en este caso, la imagen.

Resulta maravilloso aprender que la instalación del concepto “Cultura de la Imagen” (Hughes: 1965) ha abierto numerosas posibilidades de pensar  la importancia que  tienen  las imágenes en la configuración de los modos de ver y habitar el mundo que nos tra(u)ma.  Desde que Debray describió el momento actual como histórico , debido al  peso que  ha adquirido lo visual en la vida cotidiana, es  evidente que  existe  un predominio claro de la imagen en todas las instancias de la vida.  ¡Esto es un gran logro epistemológico!

Hay que  saludar la iniciativa de una entidad académica para organizar  un simposio  destinado a recoger versiones sobre el rol de las imágenes en la construcción simbólica del poder, en la deconstrucción de lo real y en la reconfiguración de las identidades.  Tres objetivos  de importancia excepcional y  que señalan todo lo que falta en términos de investigación real.  No existe bibliografía nacional acerca de ninguno de estos temas, que pudiera ser tomada con seriedad.  Por esta razón,  Album de Chile ha sido una experiencia curatorial que reproduce la falla de su propia retaguardia académica.

Album de Chile, sin embargo, somete los propósitos investigativos a la inconsistencia de su propuesta, porque si se tratara de una ilustración anticipada del simposio, entonces éste se ha visto completamente fragilizado. Este es el riesgo cuando se trabaja con  tácticas académico-políticas sobre las que se inventa el triángulo poder-realidad-identidad.  Ciertamente, no es un asunto que sea consciente. Es así como trabaja el formato combinado de exposición y simposio.

En ningún momento ni área de la exposición fue considerado el contenido de las formas estéticas y  de los procesos antropológicos como determinantes de una narración museográficamente fundmentada. Es curioso que tratándose del poder de la imagen, la imagen del poder no haya sido siquiera cuestionada, en el entendido que la situación estética y antropológica de la Araucanía, por poner un ejemplo, parece estar domesticada por el síndrome sernatur de la memoria social.  Entonces, todo se vuelve homogéneo. Y en esta misma perspectiva, ¿qué decir de la representación de la catástrofe? ¿Basta la exhibición de una fotografía de la bandera emblemáticamente embarrada por el 27F? Porque si de banderas se trata, entonces, hay otras tantas banderas en la historia de los movimientos sociales que aquí brillan por ausencia.

Ahora,  en lo relativo a lo real, Album de Chile no alcanza a discutir  ni la puesta en escena comunicacional ni la historicidad de las técnicas. A lo más, la exhibición de algunos especímenes  exógenos en vitrinas mal adecuadas, para hacer de los “aparatos antiguos” un refrito patrimonial.

En lo que concierne a la identidad, no ha sido posible adelantar el discurso que al respecto diseña el dispositivo expositivo, ilustrando –vuelvo a repetir- una homogene idad que la realidad no sostiene ni permite. Debemos entender que las fotos de los mutilados de guerra son exhibidas como la prueba de un exhibicionismo morboso de primer grado, que  no se hace cargo de las conexiones de estas imágenes con las de los fotógrafos más relevantes de la fotografía colombiana contemporánea, como síntoma de la ineludibilidad de las mutilaciones  que son sometidas, también, al efecto de código. 

Porque estas mutilaciones exigen la concurrencia de las fotografías ya sancionadas por la noción de “fotografía patrimonial”, que Margarita Alvarado ha puesto en función. Ni una sola.  Sin embargo, en el encuadre de la exposición también adquiere importancia lo que el curador deja fuera. El problema mayor es esta imágenes están exigidas por una especie de obligación contextual, ya que es el mismo Estado, en esa misma coyuntura,  pone en escena la mutilación social y cultural como proyecto desplazado  de ocupación territorial.  

¿Cómo puede ser posible pensar una  teoría contemporánea  para unos estudios visuales academizados, sin siquiera proporcionar visibilidad a imágenes problemáticas? Justamente, por que aquí no hay problemas.  

Es probable que, al ser un álbum una inversión simbólica que encubre los crímenes de toda historia familiar, entonces, esta exposición encubre la criminalidad  cómplice de la imagen-país.  ¿Serán conscientes de eso? Lo dudo, porque de lo contrario hubiesen tenido que abordar con cinismo la operación de exotización de la diferencia, para garantizar una homogeneidad inclusivamente forzada (estética novo-mayorista).  Aquí no hay cinismo siquiera, sino flagrante ingenuidad.

¡Tanto gasto! ¡Tanta energía  académica invertida en convencer a  invitados extranjeros eminantes, para  validar la estética instituida por un poder universitario  que solo busca el mejoramiento  de su  razón burocrática como excusa necesaria!  Este es el contexto de una exposición que conecta con una inversión académica destinada a fijar de manera implícita el canon de lo pensable, en este terreno. Es decir, lo que hace falta en esta exposición que adelanta un simposio es, justamente, la contra-imagen de  la Nación.  

La idea propuesta por el simposio sostiene la exposición. ¿No será posible pensar que la exposición se haya colgado del simposio? De todos modos, en términos del inconsciente institucional, si el objeto  es comprender la producción y circulación de las imágenes en América Latina, entonces la exposición –como dispositivo- adelanta el fracaso del propio simposio –como aparato estético-.  





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