martes, 15 de marzo de 2016

UNA VIOLENCIA QUE IMPIDE LEER EL ORIGINAL


Si hubiera que leer bien a Camnitzer, el amigo de Brugnoli, habría que sostener que la acción de Dean Reed  descrita en la columna de ayer, debiera ser reconocida como la primera performance política en la historia del arte chileno.  Nada de eso parece tener sentido en el catálogo que he mencionado y que ha sido editado por Camilo Yáñez y Ramón Castillo.  Es de imaginar el trato que (se) vendrá para los archivos en el futuro y en el manejo de las fuentes. 

¡Que no me vengan a sostener la hipótesis de la agresión analítica, cuando lo único que hago es comentar un catálogo que goza de total impunidad!  No soy yo quien pone los temas.   No he sido yo quien ha realizado una exposición bajo el nombre señalado.  Solo he tomado el material editorial y me he encontrado con el texto de presentación del Rector Peña cuyo último párrafo  resulta decisivo. Hubiese bastado. La Operación Verdad se había llevado a cabo en un momento en que se creía que la historia acogía una verdad que debía iluminar la política en proporción directa a su aceleración.  El Museo de la Solidaridad no sería más que un síntoma de esta aceleración.

Hoy día, es decir,  en el 2014,  los editores del catálogo insinúan que “las cosas no son así”  y  proponen reducir la manifestación  del síntoma al montar una exposición que, sin lugar a dudas, “ofrece significados e interpretaciones sin que nunca podamos leer el original”.  




La afirmación anterior tiene el valor de instalar la verdad de la exposición como una “operación académica”. Diríase, incluso, que ha sido pensada para que no se pueda leer, hoy, el original.   A tal punto, que no se sabe de qué se va a hablar;  si del origen del museo o del origen de la “Operación Verdad”. De todos  modos,  lo certero de la operación “artístico-académica” es que impide leer ambos orígenes.  Aún cuando en los textos de justificación los autores operan como si estuvieran ignorando un discurso, sobre la colección, sobre la casa y sobre la recomposición discursiva que está comprometida en la forma jurídica de su manejo.

¿Podemos, a partir de este gesto inaugural, leer el original? El texto de Raúl Zurita resulta ser el de mayor densidad historiográfica.  Visitó a pesar suyo un lugar de acopio de obras entre las que pudo reconocer algunas de las que formarían parte del Museo de la Solidaridad.  En verdad, ya formaban parte y estaban en ese lugar, retenidas.  Fueron descolgadas en septiembre de 1973 y “guardadas”. Es demasiado decir. Las condiciones de guarda no eran las más adecuadas. Nada, en ese entonces, podía ser adecuado.

Me adelanto: la Escuela de Arte (UDP) “interviene” el MSSA, para que sus docentes-artistas dialoguen con obras emblemáticas.  La escuela y el museo tienen sus locales en el mismo barrio; participan de un esfuerzo análogo de patrimonialidad. En el imaginario de los docentes opera el fantasma de las relaciones de la Facultad de la Universidad de Chile con el MAC de “antes de la guerra”. Por eso, en el catálogo se requiere de la garantización externa que desde la Chile obtiene la UDP, como la universidad (más) pública de las privadas. Sin embargo, eso queda exhibido como una falencia institucional que se intenta colmar invitando a escribir a sus mejores exponentes. 

La escuela de hoy quisiera ejercer las funciones de la Facultad de ayer. Para dicho ejercicio requiere la proximidad del MSSA, que “se ofrece” para ser objeto de una “incursión” académica, que obstruye la lectura del original. La escuela, entonces, realizaría el acto magistral de aprovechamiento, como el que señala Mosquera como un indicio positivo para su desarrollo. Porque el texto de Mosquera, otra alianza necesaria para cubrir la totalidad del horizonte legitimador, pone en valor “la verdad del museo”: el aspecto memorial del museo así como la domiciliación de su archivo han afectado involuntariamente su legitimación en el campo del arte. ¡Vaya verdad!

¿Dónde reside lo involuntario? ¿Acaso el MSSA es un “museo de arte”? ¿Se planteó “como tal” en su origen? Y luego, Mosquera agrega que el museo ha quedado confinado en un pasado conmemorativo.  ¡Pobre Claudia Zaldívar!  ¡Le ponen a un evaluador externo!  Solo que al parecer nadie quiso ponerlo en antecedentes de  que la cuestión de la conmemoratividad  fue resuelta por José Balmes cuando fue director, contraviniendo la decisión de su anterior directora –Carmen Waugh-  que postulaba el cierre  temporal de las colecciones,  puesto que su voluntad era  dejarlas  fijadas en la historicidad de sus impulsos  iniciales, si bien promovió nuevas donaciones totalmente inorgánicas que comprometieron a algunos artistas chilenos con cuyos nombres especuló para legitimar el frente cultural que organizaba al alero de La Casa Larga, como una alternativa de poder cultural en el seno de la oposición no-comunista durante la dictadura. 

Luego Mosquera agrega que el museo ha carecido de “políticas agresivas para ampliar la colección”, sin dejar de señalar que “ha sido deficitario el empleo de la colección como tal, en si misma, más allá de las implicaciones históricas que la originaron”.  Queda claro que los editores no lo previnieron de los detalles institucionales a los que me he referido en columnas anteriores y que son conocidos por todos el mundo que desea saber, desde hace varios años.

Mosquera no dice nada que ya no supiéramos y toma el riesgo aparente de hacer recomendaciones invertidas que denotan un gran desconocimiento de los procesos por los que ha atravesado el museo desde la dirección de Carmen Waugh y su ejemplar desidia.  

El  déficit de conducción del museo tiene nombre.  Carmen Waugh congeló el museo, lo des-allendizó y contribuyó a formar su propio mito como una de las personalidades que sostuvo su creación.  Pero esto era evidente como una “movida” que desde La Casa Larga debía cimentar su nombramiento como directora del MNBA. La paradoja de la historia es que a fuerza de agitar el fantasma del comunismo de Balmes en la cultura de la Transición, ella fue víctima de su propia sandinización.  Perdió el MNBA; pero apareció el MSSA como su compensación natural. 

El déficit que “descubre” Mosquera está inscrito en las condiciones de funcionamiento institucional, que lo explican de manera más que evidente. Es decir, impostura política y desidia explican el déficit, que hace estado de su origen,  que la “intervención” de los docentes de la escuela no permite leer.  El problema es que Mosquera le otorga crédito internacional a un diagnóstico generalista que desconoce la complejidad del caso, “a la espera de mayor reconocimiento y usufructo en Chile e internacionalmente”. 

Imagino cual debió ser la cara de la actual directora del MSSA, Claudia Zaldívar, al leer el aporte de Mosquera al catálogo. Es de suponer que las relaciones  entre el museo y la escuela no deben ser las mejores. A través de Mosquera, la escuela comete una indelicadeza extrema, que tiene lugar en el momento en que el MSSA concluye el catálogo razonado de la primera fase de recolección y cuando ha dado muestras de una particular preocupación por la constitución de su archivo.

Entonces, no se entiende cual era el motivo de semejante  crimen de indelicadeza. ¿Intervenir? ¿Elaborar un tipo de “ladina”  crítica institucional?  No parece suficiente, porque el texto de Galende como garantizador de la Universidad de Chile  analiza el efecto del retruécano (la verdad de la operación), para producir un desplazamiento léxico que no  puede sino buscar un efecto enojoso, al asociar la palabra “operación” con una “acción criminal”. Ni aunque fuera broma. La relación es simplemente de mal gusto.  Los editores la avalan y la reproducen.  Desplazan y reaprovechan el déficit museal ya acusado por Mosquera.  La escuela representaría un modelo de completación faltante de una función. 

El punto es que hay que masacrar la operación Verdad para validar “un conocido recurso del arte revolucionario de los años veinte”, claro está, “desnudando los procedimientos de producción de la obra artística”.  Lo cual quiere decir que la “verdad de la operación” quedó convertida en un momento de la rutina de una enseñanza.  

Esta parece ser la paradojal virtud del catálogo, que incorpora los textos de quienes demuelen al anfitrión y desmantelan el trabajo curatorial, dejando a los docentes-artistas invitados en la difícil posición de unos encubridores –“a través de la reproducción de un hábito” – de la erosión de una política de la que el museo no podría sino ser más que el indicio de una merma histórica de proporciones.  Es preocupante que los artistas de la propia escuela sufran maltrato por el modo cómo los presentadores instalan editorialmente sus obras como factores ilustrativos de una “intervención” cuyos propósitos parecen excederlos.

Sin embargo, lo mermado fueron las relaciones entre museo y escuela, cancelando en lo inmediato la posibilidad de una colaboración institucional en el terreno del manejo de colecciones y de la producción de archivo, dejando en evidencia la lógica excluyente de la “intervención” como una violencia simbólica que impide leer el original.


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