martes, 26 de enero de 2016

LA LECCIÓN DE GEOGRAFÍA.


En el catálogo razonado de Valenzuela Puelma realizado por Richter/VAldivieso, está La lección de geografía. No podía faltar. Es uno de los íconos de la colección del MNBA.  De este cuadro, Josefina de la Maza hace una observación crítica en su libro sobre los “mamarrachos”  y las Obras Maestras de la pintura chilena, en el sentido de señalar su fecha de ejecución,  coincidiendo con el final de la guerra del Pacífico, como un caso ejemplar de que los artistas chilenos no se ocupan de los asuntos de la política, si bien, anticipan mediante un ejercicio de pintura el acto de apropiación territorial.  

Josefina de Maza cita un fragmento de Renan, de 1882, sobre la apropiación del territorio y la geografía. Pero se supone que Valenzuela Puelma  no habría  leído a Renan.  El factor pintura y apropiación simbólica de un objeto parece definir su propia práctica, como un residuo arcaico anticipado.  Sin embargo, es en Renan que se apoya para sostener una hipótesis en la que podría haber empleado directamente a Ives Lacoste, con su proverbial sentencia que sostiene la editorialidad de la revista Heródoto: la geografía, solo sirve para hacer la guerra. La pintura,  solo sirve, apenas, para ilustrar la distancia que hay entre los notables de la elite oligarca de fines del XIX y la voracidad de las inversiones económicas en el Norte Grande, que solo accede al imaginario mediante la práctica excavadora de la fotografía.

 Marcelo Mellado, en su novela La batalla de Placilla, advierte  que Juan Francisco González visita el lugar de la batalla al día siguiente de la derrota balmacedista y no ejecuta ningún apunte. No se conocen  dibujos del día siguiente de la batalla. No es posible entender cómo, un artista, no deja traza de esta visita del campo de batalla. Derrotado político, se abstiene de representar la catástrofe. La novela de Marcelo Mellado persigue a la historia e intenta explicar por qué esta  renuncia a figurar la fisura.

De la guerra del Pacífico no hay  pintura, porque  sería la marca de un sentimiento de incomodidad por la ocupación del territorio.  Para la derrota del Otro es mejor la fotografía. Lo que conocemos son placas de la inspección de oficiales en un campo de batalla  en que solo cabe la temporalidad del reconocimiento de los muertos propios y  la disposición de su entierro.  En las fotos que se conoce de Placilla, hay humaredas que provienen de la quema de cuerpos. No se especifica si es del enemigo. Para los propios, siempre hay tiempo para unos funerales de rigor.

Entonces, no habría pintura de la guerra. Los artistas  esquivarían la representación  del cuerpo. Es,  por de pronto, la hipótesis con que trabajó Roberto Amigo, el historiador argentino, cuando hizo la exposición en el  charco de la Trienal, en el 2009.  Recurrió a este cuadro de Valenzuela Puelma porque se ajustaba de manera ejemplar a la hipótesis sobre  la construcción imaginaria de la Nación. Pero a diferencia de los artistas argentinos del XIX, en Chile no hay algo similar –en pintura- a la guerra del Desierto. Lo que encontramos es la “pulcritud de interior” reservada a una escena de transmisión de enseñanza.  

Sin embargo,  en (en)clave Masculino  la pintura de Valenzuela Puelma  ocupa el cuarto lugar en la secuencia de ingreso a la sala del museo (a la izquierda de la sala Chile), a mano derecha.  La primera pintura es el retrato de O´Higgins, la segunda es el retrato de Ramón Martínez de Luco. Ambas, pinturas de un mulato, peruano.  La tercera corresponde a la imagen  del pintor Enrique Lynch con su hija, pintada por Richon-Brunet.  Un pintor pinta a un pintor y a su descendencia. La cuarta escenifica la pose  de un preceptor que enseña geografía a un infante.  Las tres últimas pinturas tienen algo en común: la pose de la manos, que cubre el hombro del infante, o bien, es la mano  de la hija pequeña que descansa sobre la pierna del  padre, que a su vez,  coloca su mano  en el talle.  Gesto de protección máxima que hoy día sería leído no sin cierta sospecha.

La mirada contemporánea sobre lo no contemporáneo implica abstenerse de volcar sobre ésta última  la aplicación automática de los cánones de lo contemporáneo.  Me refiero a que hoy día resulta complejo no referirse a estas pinturas sin hacer mención a las perturbaciones de la filiación.  Es decir,  abordamos las filiaciones a partir de unas perturbaciones y unas  anomalías que no eran visibles para los contemporáneos de estas pinturas; como si existiera una especie de obstrucción estructural a su acceso.  

No es posible exigir a los pintores de 1885, por decir,  el diseño de una “política cultural” explícita y determinada, porque supondría la existencia de un  público en cuyo seno la circulación de la pintura tendría alguna eficacia comunicacional en provecho del esfuerzo de guerra.  Más bien, se puede hablar de una “política de la imagen”  que se inscribe en la producción impresa de revistas de caricaturas, sobre todo durante la guerra del Pacífico, aunque el Album de las glorias de Chile es recién de 1883, cuando la guerra ya ha concluido.  De este modo, el rol que durante el conflicto realiza la pintura queda delimitado  al estrecho círculo de la élite santiaguina que convierte su gusto privado en “política pública”.   La guerra produce una severa transformación del tiempo histórico, a cuya aceleración solo puede responder la fotografía. 

Sin embargo, lo que Gloria Cortés armó para validar esta secuencia,  es una hipótesis acerca de  los linajes del museo.  Es decir, las condiciones bajo las cuáles se instalan pinturas matriciales, como las de Mulato Gil, como un síntoma de la plebeyización del discurso contemporáneo.   Al tiempo que se reconstruye el rol del diagrama implícito de una obra como Sísifo, de Pedro Lira,  ingresada en 1913 a la colección del museo, y que reclamó para esta exposición la necesidad de adquirir Prometeo. De este modo, la hegemonía de la “pintura galante” de Lira se disuelve en provecho de una “pintura viril” que hace visible una polémica que hasta ahora ha sido invisibilizada; a saber,  la ostentación de la virilidad para encubrir las perturbaciones del femenino operando en la cultura como zona de infracción  subversiva.   Es decir, la versión que corre por debajo/por detrás de una representación sintomática de lo viril como sustituto. 

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